FM | Un primer disparo rumbo al final
de la historia. ¿Qué ha determinado el fin de la revista Pucuna? Con ella, ¿también el grupo se
deshace?
FP | Es cierto, la terminación de Pucuna, hacia 1968, coincide con la disgregación
del movimiento tzántzico. En mi criterio, confluyen en ello factores políticos y
existenciales. Uno de ellos: el cisma chino-soviético que, en el Ecuador, había
determinado la división del Partido Comunista entre los aliados de Moscú y los que
fueron a militar en el Partido Comunista Marxista-Leninista, de orientación maoísta.
Dicha escisión se hizo patente también entre los miembros del grupo.
Por otro lado, como ha sucedido
con otras vanguardias en diferentes latitudes, es posible que la etapa insurreccional
–que planteaba una profunda transformación en la forma de entender la cultura y
el quehacer creativo– había llegado a su límite y cada cual –poetas y narradores–
sentía la necesidad de encontrar su propia palabra, aunque no necesariamente se
trataba de replegarse a sus particulares cuarteles de invierno. Prueba de esto último
es la integración de la mayoría de extzántzicos al Frente Cultural, un esfuerzo
por consolidar un movimiento más amplio de intelectuales y artistas comprometidos
con un cambio radical en la mentalidad y en la estructura misma de la sociedad ecuatoriana.
A la vez, es significativo que el núcleo fundamental de la revista La bufanda del sol (II etapa), en la que aparecería
lo más interesante de la nueva literatura ecuatoriana en los años setenta, estuviese
conformado básicamente por los poetas, relatistas y ensayistas procedentes del tzantzismo.
FM | Y ahora un salto a las raíces:
¿cuál escenario cultural en Ecuador es el que desafía a la creación de un grupo
como los Tzántzicos?
FP | Los primeros años sesenta constituyen
en América Latina y en el Ecuador un escenario sin duda problemático y lleno de
nuevas perspectivas. En el caso ecuatoriano, y para limitarnos a lo que sucedía
en el ámbito cultural, debe señalarse que, para la nueva generación de creadores,
el canon social realista, que había dominado literariamente en el país desde los
años treinta, ya no satisfacía sus expectativas estéticas y políticas. Se evidenciaba
un creciente proceso de urbanización y un fortalecimiento de los sectores medios,
al tiempo que el mundo mismo y América Latina en particular experimentaban cambios
sustanciales: la Revolución Cubana, la aparición de nuevas vanguardias en varios
países del continente y, sobre todo, la consolidación de una nueva literatura latinoamericana,
aquella que tenía sus antecedentes más lúcidos en la obra de autores como Juan Carlos
Onetti, Alejo Carpentier, Ernesto Sábato, entre los narradores, y en el caso de
los poetas, las vertientes procedentes de César Vallejo, Neruda y los vanguardismos
de décadas anteriores.
Otro punto crítico estaba representado,
tanto por los epígonos del social naturalismo, cuanto por aquellos intelectuales
que, en la visión de los creadores más jóvenes, se habían vendido al imperialismo
y los intereses de las oligarquías criollas.
Frente a todo ello, la temprana
adhesión a un pensamiento crítico que alimentaban la filosofía sartreana, el pensamiento
del joven Marx y los postulados revolucionarios de Fanon (Los condenados de la
tierra), generaban un sentimiento de rebeldía e insurrección, tanto político,
como estético.
FM | Pucuna ha dedicado sus páginas casi exclusivamente
a publicar textos del grupo. Es algo ocasional la presencia de extranjeros –Robert
Creeley, Margaret Randall, Raquel Jodorowsky, Armando Romero, incluyendo ahí la
publicación de uno de los manifiestos de los Nadaistas–. ¿Cómo el grupo se relacionaba
con otros movimientos paralelos en todo el continente americano de aquellos días?
FP | Por un lado, creo que Pucuna, fundamentalmente, se concebía
como un órgano de combate, destinado a exponer el pensamiento del grupo y los productos
estéticos inherentes a ese pensamiento: los manifiestos, su poesía, sus ensayos
de índole polémica. No creo que estuviesen cerradas sus páginas a creadores no tzántzicos;
pero sin duda, al tratarse de un órgano de batalla, por decirlo así, parece natural
que en ella aparezca de un modo prioritario la producción propia de ese grupo insurreccional.
Por otra parte, en el seno mismo
del tzantzismo surgió otra revista, La bufanda del sol (I etapa), que dirigimos Ulises
Estrella, Alejandro Moreano y yo, que se convirtió en un órgano de vinculación e
intermediación con los movimientos afines de otros países: los nadaístas colombianos,
los mufados argentinos, el grupo del Techo de la Ballena en Venezuela, la revista El corno emplumado (de México), entre otras, y con
muchos creadores latinoamericanos, norteamericanos y de otras latitudes.
Aparte del trabajo cumplido por
esta revista literaria, los sesenta fueron unos años de intensa relación personal,
no sólo epistolar, sino presencial, puesto que los creadores –poetas, narradores,
artistas plásticos– viajaban, aún en condiciones precarias, creando un contexto
de solidaridad e intensa interrelación, diría, sin querer abusar del término, existencial.
FM | En el editorial del número 1 se
habla de “auténtica revolución”, y en la última edición leemos la necesidad de “señalar
en forma definitiva que el único arte válido es el arte revolucionario”. Medio siglo
después, dime, ¿qué revolución, en el arte, fue posible a través de la aventura
idealista de Pucuna?
FP | Los años sesenta fueron años de
profunda expectativa revolucionaria. Hablábamos incluso de que había que cambiar
la vida y estábamos alertas a la aparición del hombre nuevo. Nuestros héroes epónimos
eran el Ché Guevara y Rimbaud (“cambiar la vida, transformar la sociedad”). Al respecto,
si nos referimos a una transformación histórica revolucionaria, que, además, era
una ilusión alimentada por el advenimiento en la realidad de la Revolución Cubana,
debemos también hablar de una profunda decepción: el cambio que esperábamos no fue
posible y el entusiasmo se trocó finalmente en desencanto. Incluso, un narrador
cercano al tzantzismo, miembro más tarde de La bufanda del sol (II etapa), Raúl Pérez Torres,
convirtió ese estado de ánimo en el tema de una novela: Teoría del desencanto. Al cabo, la vida nos enseñó también
que el hombre sigue siendo mitad ángel, mitad demonio, y ésta condición sin duda
alimenta con mayor profusión la materia de que se nutre la creación literaria.
Sin embargo, en el plano literario
propiamente dicho, no cabe duda que los planteamientos tzántzicos, tanto como los
de otros creadores de vanguardia en el país, pusieron las bases para un nuevo modo
de escribir más adecuado a los tiempos que corren, al punto de encontrarnos hoy,
luego de cuatro décadas, con un corpus narrativo y poético de particular importancia.
FM | El último número publicado, en
1968, señala que en la edición siguiente saldría un reportaje sobre un Congreso
Cultural en La Habana. ¿Qué hubo con ese evento y cuál la participación en ello
de los integrantes de los Tzántzicos?
FP | De lo que conozco, ningún tzántzico
asistió a dicho Congreso, por lo que deduzco que se esperaba (y posiblemente llegó)
un reportaje sobre tal evento enviado desde la misma Habana. Esto sucedía en 1968.
Un año antes, Ulises Estrella participó en Varadero en un “Encuentro con Rubén Darío”
organizado por la UNEAC y fue invitado por la misma entidad al Congreso Cultural
de La Habana, al cual, sin embargo, no pudo asistir, ni él ni ningún otro.
Entiendo que el Congreso al que
estamos haciendo referencia se producía en un momento especialmente delicado en
el ámbito de los intelectuales cubanos y habría sido de sumo interés que en Pucuna, tal como estaba anunciado, se hubiera
publicado dicho reportaje. Lamentablemente, Pucuna 10 no salió nunca.
FM | En Pucuna # 2, leemos que “para el hombre de hoy
tiene un sentido muy diverso el preguntarse sobre la razón de su existencia. Ya
ni la religión ni la pura filosofía le pueden dar la respuesta. Él tiene que responderse
observando y viviendo su actual vertiginosidad de mundo.” ¿Qué respuesta ha encontrado
el hombre en aquel momento y de qué manera se siente hoy el reflejo de esa búsqueda
o encuentro?
FP | Encuentro en esa reflexión, consignada
por otra parte en la propia contraportada de ese número –casi como un manifiesto–,
una muestra del pensamiento que movía a los militantes tzántzicos en ese momento
específico (año 1963): una suerte de transición entre su existencialismo originario
–Heidegger, Sartre– y la búsqueda de una praxis revolucionaria que puede dar sentido
a su vida. Más abajo, en el mismo texto, se lee: “Para el hombre latinoamericano
el descubrimiento del sentido de su existencia parte del afrontar sereno de las
realidades inmediatas de reivindicación de su pueblo, que le queman más los ojos
que el miedo a la prolongación de la estupidez de Hiroshima”.
Yo aún, en 1963, no me había integrado
todavía a la vanguardia tzántzica, por lo que sólo puedo interpretar desde esa perspectiva
el pensamiento que subyacía a su accionar poético y político. Puedo señalar, sin
embargo, que la pregunta fundamental que late tras las palabras expuestas sigue
teniendo vigencia, incluso hoy. Los problemas de entonces, en lugar de superarse,
se han profundizado. Nunca como ahora nos afrontamos a las incertidumbres sobre
nuestro destino y es verdad: ni la religión ni el solo discurrir filosófico pueden
responder a nuestros interrogantes. Tal vez sólo el accionar del hombre en el mundo
le puede prestar un precario sentido.
He hecho referencia a la influencia
de Heidegger y Sartre en aquellos primeros años sesenta, cuando el clima político
e intelectual ecuatoriano incubaba la posibilidad de una insurrección en el plano
literario artístico, la que se hizo realidad fundamentalmente con la aparición de
los tzántzicos. Quién se convertiría después en uno de los más importantes pensadores
latinoamericanos de fines del siglo XX y principios del XXI, lamentablemente fallecido
el año pasado, Bolívar Echeverría, vertebra sus primeras preocupaciones filosóficas
en ese ámbito quiteño, las que luego profundizará en Berlín y más tarde en México,
donde fue profesor de la UNAM y escribió sus principales obras. Echeverría, junto
con Luis Corral, otro tzántzico, viaja en 1961 a Alemania a fin de tomar contacto
con Heidegger. No lo logra, pero se queda allí como becario de la Universidad Libre
de Berlín. Toma contacto con dirigentes de izquierda y teóricos como Rudi Dutschke
y Horst Kurnitsky, y desde allí envía artículos que son publicados en Pucuna. En esos artículos se vislumbra
ya el pensamiento crítico que caracterizará toda su obra posterior, centrada en
una reinterpretación del marxismo basada en una lectura profunda del primer Marx
y que le llevará a criticar las desviaciones del llamado “socialismo real” y también
el denominado “socialismo del siglo XXI” en estos últimos años.
FM | En toda la existencia de la revista Pucuna, publicaste solamente un cuento,
en el último número. Háblame de tu participación en el grupo.
FP | Soy en realidad un tzántzico tardío.
Con Alejandro Moreano, hacia fines de 1964, publicamos una revista literaria de
muy breve existencia: Z. Ulises Estrella, principal suscitador
del grupo tzántzico, se puso en contacto con nosotros y pronto encontramos que teníamos
más coincidencias que diferencias. Se inició una etapa de intensa colaboración,
reflejada en la revista La bufanda del sol y en otras publicaciones, como, por
ejemplo, Indoamérica (revista de pensamiento que dirigían
Agustín Cueva y Fernando Tinajero). Yo, entonces, escribía más que
nada artículos de carácter polémico, abordando temas atinentes a lo que creíamos
debía ser el rumbo de nuestra literatura, la cuestión de la identidad, lo que sucedía
en el campo del arte, etc. De manera clandestina, iba yo tratando de encontrar mi
propio lenguaje, lo que cuajó en un primer intento, sin duda aún incompleto: el
libro Historias de disecadores publicado en 1972. El texto publicado
en Pucuna 9 es en realidad, apenas, un ensayo
de relato, nada importante.
Lo que sí existía era una gran
confluencia de pensamiento y actitudes en la participación dentro de la vida cultural
del país, especialmente en Quito –polémicas, las actividades en la Asociación de
Escritores y Artistas Jóvenes del Ecuador, de la que fui secretario, etc.–, todo
lo cual me llevó finalmente a integrarme al grupo, tomando parte en recitales y
otros actos de carácter iconoclasta y provocador, como era fundamentalmente la línea
de dichas actividades.
FM | En el texto que escribiste para
el libro Los años de la fiebre, preparado por Ulises Estrella
en 2005, hablas que “fue una de nuestras equivocaciones sin duda deliberada: la
de no reconocer legado alguno a nuestros mayores”. Por supuesto esto no es el carácter
de las vanguardias, sino la afirmación de un nuevo tiempo, nueva manera de mirar
las cosas, etc. Pero lo que pasó en Ecuador es lo mismo que ha pasado en Brasil
en todos sus puntos poco nostálgicos de las vanguardias, o sea, siempre cegamos
los ojos al pasado, como si el mundo naciera virgen a partir de nosotros. Fue así
con la Semana de Arte Moderno, el Concretismo y todo eso ha creado cierto carácter seudo-iconoclasta de una tradición que cree en sí
misma como la negación del tiempo pasado. ¿Cuál la lectura hoy de ese tema?– lo
que incluye también mi curiosidad por lo que consideras esencial en la tradición
literaria de tu país.
FP | Es muy importante y pertinente
tu interrogante, digamos, tu curiosidad. En Ecuador hablamos de tradición y ruptura
al momento de conceptuar procesos como el que ocupa la atención de esta charla:
el tzantzismo, las vanguardias de los años sesenta. Dijimos en efecto que “no teníamos
nada que agradecer a nuestros padres”. Esta proclama tenía que ver con lo que tú
señalas: emprender una nueva literatura, desprendida de todo aquello que, de cara
a lo que nos planteaban las nuevas realidades de los sesenta, tornaban retóricas
y anacrónicas las fórmulas del realismo social naturalista de los años treinta (la
generación que nos antecedía). Sin embargo, al mismo tiempo, no podíamos dejar de
reconocer lo que implicó la emergencia de la llamada generación del 30 en nuestro
devenir histórico cultural. Esa generación dejó de tener los ojos puestos en Europa,
como lo habían hecho sus predecesores románticos y modernistas. Tomó de la tremenda
realidad social y del contorno geográfico inmediatos sus temas y preocupaciones.
Utilizó el lenguaje cotidiano y propio de esa realidad como instrumento literario.
Nacionalizó, diríamos, la literatura. Denunció las injusticias. Se solidarizó con
los sectores subalternos y quiso ser su portavoz. Ello lo reconocíamos, pero igual
nos insurreccionábamos. Tal vez, digo yo, porque si bien la generación del 30 fue
revolucionaria en sus contenidos, no lo fue en la forma; su lenguaje siguió signado
siempre por el positivismo. Y era necesario subvertir la sintaxis, tal como lo hicieron
las vanguardias artísticas en las primeras décadas del siglo XX.
Creo que allí radica el carácter
esencial de nuestra insurrección. La necesidad de subvertir la sintaxis positivista,
creo, nos volvió injustos frente a lo otro: el carácter profundamente renovador
de la generación que nos había antecedido.
FM | Y la tradición literaria ecuatoriana,
querido, ¿cuáles los nombres, los temas, los aspectos que más consideras en tu propio
juicio estético?
FP | Depende de cómo se la ve desde
diversas perspectivas. Si se trata del ensayo, es decir, de una literatura política,
cuestionadora, directa, tendríamos que remontarnos a Eugenio Espejo, ensayista y
periodista, quien a fines del siglo XVIII puso en discusión el caduco orden colonial
y anticipó una nueva conciencia de nación y modernidad. Coetáneamente, también fue
importante en ese sentido el historiador Juan de Velasco, autor de la Historia del Reyno de Quito. En el siglo XIX, tenemos a un
polígrafo excepcional, por su militancia política liberal y su magistral uso del
lenguaje: Juan Montalvo. Esa tradición la retoman en el siglo XX varios pensadores
de trascendencia.
En la poesía, la vanguardia de
los años veinte rompe con el modernismo tardío que en el Ecuador tuvo por exponentes
a unos exquisitos poetas a los que se denominó “los decapitados” y propone tanto
una mirada a nuestra realidad propia, la americana, cuanto una sintaxis de carácter
antipositivista. Entre los poetas de esta vanguardia se destacan Jorge Carrera Andrade,
Gonzalo Escudero, Hugo Mayo, Alfredo Gangotena, y, un poco más tarde: Jorge Enrique
Adoum, Efraín Jara Idrobo, César Dávila Andrade, Francisco Granizo. En la narrativa,
lo que hemos mencionado: la generación del treinta, insurreccional en sus temas
(realismo de denuncia) y tradicional en su lenguaje, aunque sin duda a gran distancia
de los románticos que la preceden.
En esta generación, aparece un
escritor que se aparta del naturalismo y subvierte la escritura, acercándose a lo
que en la literatura rioplatense hacían Roberto Artl o Macedonio Fernández, a la
vez que centra su mirada en el fragmentario y laberíntico mundo de la ciudad. Ese
escritor se llama Pablo Palacio y quienes buscábamos una nueva manera de escribir
en los años sesenta y setenta lo hemos conceptuado como nuestro mayor antecedente.
Tenemos entonces una simbiosis
de realismo y vanguardia y una apertura a temas y escenarios más universales: la
ciudad, el hombre urbano común, las problemáticas propias de la época que vivimos.
FM | De todas las vanguardias europeas,
fue el surrealismo a lograr una presencia más intensa en casi todo el continente,
incluso con singularidades de contenido en muchos casos. Pero en Ecuador, fue más
fuerte (o declarada) la relación con el Dadá, aunque muy circunscrita a un primero
momento, en especial gracias a Hugo Mayo. Es curioso observar aquí un párrafo de
un discurso suyo, de 1970, en que recuerda que “como consecuencia de haber implantado
en la poética ecuatoriana las tendencias: dadaísta, ultraísta, surrealista, creacionista,
muchos años recibí entre los del 25 al 30 la crítica de los ‘Zoilos de Estero’,
que pidieron incluso en las páginas de cierta prensa nacional que Hugo Mayo fuera
recluido en un manicomio, por tanto atentado contra la estática rubendariana”. Aunque
mencione, no hay surrealismo en su poesía, igual que en toda la lírica ecuatoriana.
¿A qué atribuyes esa ausencia de surrealismo en tu país?
FP | Tienes razón: hubo, incluso en
los sesenta, más presencia de Dadá que del surrealismo. Y ecos fuertes del ultraísmo,
y, finalmente, para la poesía misma, las contradictorias influencias de dos grandes
de la lírica hispanoamericana: César Vallejo y Pablo Neruda. Un poeta tzántzico,
Humberto Vinueza, dijo alguna vez: “Quiero envallejarme pero me ennerudo”. Creo que fue la política, digo
el compromiso político, lo que más pudo gravitar en esa característica: subvertir
el lenguaje, sí; no a las dimensiones irreales, no a la libre circunnavegación en
el inconsciente.
En mi criterio, hay un equívoco
que subyace en el devenir de la literatura ecuatoriana durante el siglo XX: la profunda
escisión que experimenta una mayoría de escritores, confrontados, en el terreno
de su propia conciencia, entre la aspiración a hacer del texto poético un arma de
transformación revolucionaria y la tendencia íntima a desplegar el acto creativo
sin limitaciones ni causas a las que servir, salvo aquella que nos dice que toda
verdadera creación artística traduce y expresa necesariamente su tiempo.
Un escritor insurreccional como
Pablo Palacio fue duramente criticado en la década del treinta por sus colegas social-naturalistas,
entre ellos el gran novelista Joaquín Gallegos Lara. De la novela de Palacio, Vida del ahorcado, Gallegos decía que tenía “un concepto
mezquino, clownesco y desorientado de la vida”, sin entender el sentido revolucionario
del texto de Palacio quien, justamente, trasladaba o impregnaba su escritura de
ese sentido “mezquino, clownesco” de la realidad para desacralizarla y convertir,
su intelección, en experiencia. En el mismo sentido, escritores situados en el otro
extremo ideológico, como Gonzalo Zaldumbide, conservador y aristócrata, conceptuaba
a la vanguardia como “un ataque a las tradicionales normas clásicas de belleza”.
Y, un escritor social realista, Sergio Núñez, consideraba a su vez, desde la izquierda,
a la vanguardia como “antisocial, siendo como es –escribía–, antirrítmica, bárbara”.
Las críticas a Hugo Mayo, entiendo, se sitúan en ese mismo contexto.
FM | Antes que hablemos más específicamente
de La Bufanda del Sol, quiero indagar sobre un tema
que hasta hoy me parece mal resuelto o simplemente abandonado. En tu entrevista
a Susana Freire García, ya cuando hablas de los años 70, leemos: “lo que había sido
objeto de propuesta iconoclasta en la década anterior daba paso a una forma de escribir
más adecuada a los tiempos que corrían, acorde con las más recientes tendencias
culturales y políticas en el continente”. Bueno, en una frase tuya tenemos como
un diálogo infinito propuesto. A ver. No sé si conoces el libro La cultura de un siglo – América
Latina en sus revistas, de Saúl Sosnowski. Con sus casi 600 páginas, fue publicado
en 1999 por Alianza Editorial. Los años 60 son una década saltada, ninguneada, en
la lectura cronológica de este libro. Simplemente no hubo nada en 10 años. Podemos
reírnos ahora de la cosa, pero la verdad es que estos son los libros que circulan
en el medio académico. Los libros que posan en las manos de los aprendices de investigadores.
Quiero hacer aquí dos cosas, la primera es indagar sobre las relaciones entre la
historia oficial y su contraparte, la realidad. La segunda tiene que ver directamente
con tu cita, o sea, ¿los años 60 acaso fueron vacíos estéticamente?
FP | No conozco el libro de Sosnowski,
pero me parece inaudito que no dijera nada sobre lo sucedido en los años sesenta,
más aún si el tema es una revisión de la cultura de América Latina a través de sus
revistas literarias y más todavía tratándose de Saúl Sosnowski, quien es precisamente
el director permanente de una revista como Hispamérica, la cual, desde los sesenta, asumió
un rol de vigía de lo que estaba sucediendo en el continente.
Si algo caracterizó a aquellos
años fue precisamente la profusión de revistas literarias, las que, aún siendo efímeras
en muchos casos, desempeñaron una suerte de vehículos de información e intercambio
profusos entre los diversos movimientos que tenían lugar en toda la región. Podría
citar, a modo ejemplificativo algunas de ellas, al menos entre las que estuvieron
en contacto con La Bufanda del Sol: El Corno Emplumado (México), Eco Contemporáneo (Argentina), Vigilia(Argentina), Orfeo (Chile), Hoy en la Cultura (Argentina), Alcor (Paraguay), Diálogos (México), Sol Cuello Cortado (Venezuela), Espiral (Colombia), Nivel, gaceta de
cultura(México), Cuadernos Desterrados (Florida, EE.UU.), El cuento (México), Cuadernos al Viento (México), Cal (Venezuela), Cormorán y Delfín (Argentina), El Escarabajo de Oro (Argentina), Capricornio, revista de Literatura,
Arte y Actualidades (Argentina), MELE (carta internacional de poesía, (Hawaii, EE.UU.), Círculo Literario Javier Heraud(Perú), Tunastral, una revista de la tribu (Toluca, México), Letras de Ayer y de Hoy (México), Diagonal Cero (La Plata, Argentina), Pájaro Cascabel (México), Revista Peruana de Cultura (Perú), Awqatinku, revista de vanguardia (Cusco, Perú), Columna 10 (Argentina), Piélago (Universidad de San Marcos, Lima,
Perú), Polémica (Chile),Meridiana (Córdoba, Argentina), ILA, mensuario de divulgación cultural (Florianópolis, Brasil), Airón (Argentina), Opium (Argentina), Revista Mexicana de Literatura(México), Zona Franca (Venezuela), Asomante (Puerto Rico), etc. Sólo en el
Ecuador: La bufanda del sol, Pucuna, Indoamérica, Ágora, Procontra,
Noesis, Z, etc.
Es dable afirmar, además, que muchas
de las individualidades más interesantes de la literatura latinoamericana de hoy
estuvieron en su momento vinculadas a revistas como las nombradas. Éstas, por su
parte, fueron escenario de debate de muchos temas de interés para la cultura de
entonces y de ahora.
FM | Es verdad que La Bufanda del Sol fue algo más plasmada en la idea
de compartir ideales políticos e ideales estéticos. Bueno, era el paso siguiente.
La recuperación histórica que hacen ustedes ahora de todo eso es algo ejemplar.
En la medida en que fueron avanzando en el ambiente estético, pregunto, ¿qué nueva
realidad se fue desvelando en Ecuador en relación a las vanguardias en nuestro continente?
¿Es posible una lectura así?
FP | En principio, La Bufanda se planeó como un medio de intercomunicación
con otros movimientos similares en el continente, pero, a la vez, siendo como era
una revista literaria, asumía también un rol de revista política, esto es, un medio
de expresión contestatario frente a la inequidad y los desequilibrios propios de
una sociedad como la ecuatoriana y a los efectos de la dominación imperialista y
neocolonialista en América Latina y en el mundo entero.
En este sentido, era una preocupación
fundamental la relacionada con el compromiso del intelectual y su responsabilidad
frente a la sociedad y su época. Por ello, cuestionábamos profundamente a movimientos
como, por ejemplo, el nadaísmo colombiano, al que considerábamos,
pese a sus gestos anarquistas y provocadores, como algo inscrito en el sistema,
algo que sólo cuestionaba las formas, pero que no implicaba ningún compromiso con
la necesidad de transformar en profundidad el estado de cosas existente. Igual crítica
la hacíamos en relación con movimientos de la época como los llamados mufados argentinos,
los siconautas, prepostcristianos, revolucionarios psíquicos, etc. En el editorial
del número 3-4 de la revista, podemos leer: “Ésta no es una revista política, en
el sentido usual de dicha acepción. Pero en la medida en que se inscribe en el proceso
por una auténtica cultura nacional y latinoamericana; por una nueva conciencia y
una nueva humanidad –a lograrse sólo cuando los verdaderos valores de la cultura
se integren en el movimiento de transformación socioeconómica del Ecuador y Latinoamérica,
posible únicamente cuando el pueblo, el hombre entre en la historia– ésta es una
revista política”. Lo mismo podría decirse de Pucuna.
De modo que puede decirse que,
en tanto se relacionaba con las vanguardias del continente, desarrollaba a la vez
un intenso juicio crítico sobre las mismas desde una perspectiva sin duda marxista.
FM | De la manera más simple y directa
te pregunto: la creencia en las luchas de emancipación, ¿ha creado una clase de
artistas para quienes el hecho estético fue perdiendo importancia? Ya no pienso
en el plan político, sino en la utilización de cierto cinismo actual entre la presentación
de una obra de arte y su componente “políticamente correcto”, su matriz social que
es un truco. Hoy las relaciones entre arte y público están completamente traspasadas
por el componente tramposo, su aporte inmediato al ambiente social, por su vez falto
de asistencia de la clase institucional. ¿Hay una luz para eso, una sola?
FP | Tal vez es al revés, en cierta
medida. En los años que siguieron, una mayoría de quienes conformamos la vanguardia
tzántzica nos centramos, más que nada, en la estructuración de nuestra obra personal,
digamos, en la configuración de nuestra palabra. Hablo de escritores como Abdón
Ubidia, Humberto Vinueza, Iván Carvajal, el propio Ulises Estrella. Por otro lado,
es evidente que la producción del arte y la literatura actuales está profundamente
mediatizada y determinada por los intereses del mercado, a través de lo que tú llamas
acertadamente “truco”, ese componente tramposo. No podemos negar la emergencia de
figuras importantes, valederas; pero siempre nos queda la sospecha de cuánto, en
su configuración transnacional, en su proyección a niveles incluso extracontinentales,
han tenido que ver los intereses del mercado, de las transnacionales de la producción
editorial. En el arte plástico, la situación es patética: el creador individual
ha sido desplazado y en su lugar se erige el curador como el factótum totalizador
que decide sobre tendencias e individualidades. En tal escenario, los contenidos
estéticos se relativizan, son asimilados por el mercado, todos, incluso aquellos
que en su fondo cuestionan el estado de cosas existente, gracias a esos mecanismos
que tú, con exactitud, señalas y revelas en su tramposa realidad, en su totalizador
avasallamiento vía los medios de comunicación y el uso interesado de las nuevas
tecnologías.
Haría falta, pues, me imagino,
una nueva vanguardia, ¿que se geste, tal vez, en el seno de esta nueva revolución
global a la que estamos asistiendo: la insurrección de los llamados “indignados”,
las insurrecciones de los pueblos árabes? ¿Una rebelión global contra las inequidades
del capitalismo, cuanto también contra las satrapías que, en Oriente y Occidente,
se han consolidado totalitarias con el pretexto falaz de ser las contrapartes de
la inequidad capitalista, siendo en el fondo igual de injustas y tan depredadoras
del ser humano y de la naturaleza?
FM | Hasta aquí el lector puede indagar
si en tu generación hubo más de conciencia política que experimentación estética.
Entre las dos perspectivas, ¿los conflictos han superado las afinidades?
FP | Si entiendo tu pregunta, me parece
que las afinidades se han impuesto sobre el conflicto, si presumo a éste como necesariamente
político. Tanto en la producción de quienes, siendo parte de la generación del 60,
siguen escribiendo, cuanto en las nuevas promociones, lo político, como elemento
directamente asumido en el texto, ya no es primordial. Los escritores, en general,
se abren a diversas y múltiples posibilidades, aunque siempre, desde luego, hay,
implícito, lo que Palacio llamaba “el desprestigio de la realidad” y esto, sin duda,
implica una categoría política, un cuestionamiento desde adentro, indirecto, infiltrado,
de la realidad.
Un escritor guayaquileño, más bien
joven, quien actualmente vive en Barcelona, Leonardo Valencia, ha hablado de lo
que él llama “el síndrome de Falcone”. Falcone era el hombre que debía llevar en
sus hombros al novelista social-realista y militante comunista Joaquín Gallegos
Lara, el cual era parapléjico. Con este símil, Valencia infiere que persiste en
la literatura ecuatoriana el síndrome del compromiso político, que eventualmente
la volvería localista, no abierta a tendencias como la denominada extraterritorialidad,
por ejemplo. Creo que en estos momentos tal conceptuación ya no es real y no se
corresponde con la multiplicidad de tendencias que podemos encontrar en el escenario
de nuestra literatura.
FM | En nuestros correos, recién me
has dicho algo acerca de nuestro diálogo “Me ha ayudado a comprender muchas cosas,
y, al mismo tiempo, ha sembrado renovadas dudas. Al fin y al cabo, vivimos en la
incertidumbre. Quizás allí radique nuestra fuerza para escribir. No
sé si me equivoque.” ¿Olvidamos algo?
FP | No cabe duda que un diálogo como
el que tú has planteado me ha llevado a reinterpretar, desde la distancia del tiempo,
lo que significó realmente el proceso de vanguardia de los años sesenta y el papel
que desempeñamos quienes lo vivimos. No sé si me equivoque, repito. Pero es indudable
que algunas de las certezas que entonces nos orientaban, hoy parecen absolutamente
relativizadas, o refutadas. Contestando una pregunta anterior aludimos, por ejemplo,
a una de ellas: entonces creíamos en el advenimiento necesario del hombre nuevo
revolucionario, cuyo paradigma era el Ché Guevara. Hoy, sabemos que ello es imposible:
el hombre para serlo es necesariamente mitad ángel, mitad demonio. Lo demuestra
la historia contemporánea, la continuación de la historia: las guerras étnicas de
los Balcanes, los genocidios en África, las dictaduras latinoamericanas, la inequidad
prevaleciente en el mundo, la amenaza siempre latente del autoritarismo y del fascismo,
etc. Lo demostró ya un novelista que sigue siendo actual, más actual que nunca:
Dostoievski.
No sé si hemos olvidado algo, lo
que sí sé es que, frente a la historia, no debemos olvidar nada. La memoria es en
sí misma una obligación ética.
[2011]
NOTA
Conocí a Francisco Proaño (Ecuador,
1944) a fines del año pasado en una recepción que el escultor Edgar Zúñigaha dedicó
a mi presencia en San José, noche particularmente memorable que ha dado paso a la
publicación de un libro nuestro, de Zúñiga y mío, de poemas y esculturas. El escritor
ecuatoriano entonces estaba como embajador de su país en Costa Rica. Años después,
ya a mediados de la primera década de este siglo, me encontré una vez más con él,
en otro país centroamericano, El Salvador. En esos años todos tuvimos siempre muy
buena atención a nuestros caminos. En los años sesenta, Francisco Proaño formó parte
del grupo de vanguardia Tzántzicos y de revistas literarias como Z,
Pucuna y La bufanda del sol. Ha dirigido, además, la revista Letras
del Ecuador, órgano de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En 2011 conocí finalmente
Ecuador, días de grande fuerza atractiva que incluyó un almuerzo en su casa, con
Proaño ya desconectado de la vida diplomática. Entre amigos y buena comida tratamos
de preparar el espíritu para el diálogo que aquí publicamos. Un poco de la bibliografía
de Francisco Proaño: ha publicado, en cuento, Historias de disecadores, Oposición
a la magia, La doblez, Historias del país fingido y Perfil inacabado(antología).
En novela: Antiguas caras en el espejo, Del otro lado de las cosas,
La razón y el presagio, El sabor de la condena y Tratado del amor
clandestino. Esta última obra fue finalista del Premio “Rómulo Gallegos” 2009,
y ha sido acreedora al Premio “José María Arguedas” 2010, distinción que anualmente
otorga la Casa de las Américas en La Habana, Cuba. El diálogo que sigue fue preparado
para mi libro Um novo continente: Surrealismo e poesia na América, ya en
fase final de preparación y edición. Aquí hacemos un recorrido por los años 60 y
70 en la cultura ecuatoriana, buscando sus puntos críticos, más que simplemente
dedicados a la alabanza de la memoria. Abraxas
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