quinta-feira, 21 de agosto de 2014

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | La incuestionable presencia, II



FM — En tu defesa de una aventura de la lectura del poema, de la escritura poética en su “agitación y entusiasmo explosivos; pero centrada en la quietud sacramental”, sagrado oficio que habita en el secreto y lo ilumina, es decir, oficio de convivencia plena, oficio de entrañamiento, con lo que estoy de acuerdo en todo, despiértame una curiosidad, que es con exactitud lo centrado interés por la poesía hispanoamericana, como se en ella hubiese establecido la más iluminadora confluencia de tu visión crítica en consonancia con el escenario mundial de las poéticas contemporáneas.

JRP — No. no soy tan maximalista. Ni creo que la poesía hispanoamericana sea la única, en el contexto de la poesía contemporánea, que asuma tal condición. Pero sí lo es en el ámbito de mi lengua (y, sin duda, de mi tradición), y por eso a mí me importa de manera especial. Te digo más: para mí supone un permanente desafío la lectura de ese lenguaje de la diferencia que la poesía hispanoamericana establece y desarrolla desde su mismo principio, desde que Sor Juana Inés de la Cruz escribe con unas formas poéticas y una lengua heredadas que pasan el quicio, que se desquician en lo visionario: ella descubre esa particular energía verbal cuyo motor es la quietud sacramental que tú citas. Y eso se derrama seminal — y prolifera — en toda la tradición otra que, a partir de ella (de forma paralela) se establece en la lengua poética española. ¿Sabes tú de otra tradición poética en la que exista un proceso paralelo? ¿No fue el empeño de Pound y Eliot un propósito similar, aunque bloqueado por una evidente diferencia de principio? Te digo más: mi trabajo crítico, a lo largo de todos estos años, empezó por abordar indiscriminadamente, y con inconsciente ecletismo, muy diversos aspectos de la creación literaria; hasta que no fui capaz de radicalizarlo (hablo de exigencia, pero también de ajustarlo a su raíz) en la lectura e indagación de la escritura poética (única forma que entiendo capaz de alumbramiento), no encontré verdadero sentido a mi propia escritura crítica (servil hasta entonces, corroboradora, reiterativa de lo evidente). Hoy escribo con muchísima mayor dificultad; lo que quiere decir que me atrevo a sondear espacios más problemáticos (y sagrados, también; por qué no) de la escritura poética de mi lengua. Y escribo, igualmente, atendiendo (y entendiendo) mejor la doblez en que se realiza y completa la poesía moderna de lengua española: ¿hasta dónde se implican, y desde dónde empiezan las diferencias, entre la poesía escrita en España y en la escritura hispanoamericana? ¿Cuáles son sus débitos recíprocos y hasta qué punto es imprescindible un diálogo (debate) permanente?

FM — Tienes una deliciosa referencia acerca de Darío: “Voz de la poesía, voz del principio irradiante, anterior a la historia, en el espacio del mito”. ¿En cuales otros poetas hispanoamericanos podríamos encontrar la presencia de esta zona esencial a la tradición poética?

JRP — Esta pregunta me obligaría a una larga y compleja respuesta; me estás pidiendo — nada más y nada menos — que una explicación de toda esa tradición paralela a la que antes aludí. No me parece éste el momento, ni el lugar adecuado, para hacerla. Procuraré ser preciso (y también conciso), aunque haciéndolo así pueda pecar de excesivo esquematismo. Verás: el criterio común para ordenar y valorar la moderna poesía hispanoamericana repite siempre un esquema derivado o del respeto a una crítica académica y taxonómica (forzada incorporación de nombres y de obras a sus plazos históricos, a los agrupamientos generacionales o a movimientos estéticos previamente establecidos) o de una ordenación — académica también — que fija sus propios plazos, sus propias generaciones, sus movimientos específicos. Hacerlo así ha dejado siempre en un segundo plano (o ha entendido inclasificables) a los escritores que — a mi entender — constituyen la peculiaridad vertebral de la diferencia poética hispanoamericana.
Si partimos de esa afirmación mía que tú recuerdas ahora, comprobaríamos como los poetas menos habituales en las nóminas históricas, o los resistentes a clasificación, o los que — diríamos — son ellos mismos una estética, quienes darían fe de ese proceso, para mí fundamental e imprescindible de la poesía hispanoamericana. Si digo José María Eguren o César Vallejo (no el Vallejo “saqueado” sin piedad por exégetas torpes e imitadores sin escrúpulos); si digo Gorostiza o Girondo; si digo Emilio Adolfo Westphalen o Lezama Lima. O si — viniéndonos más cerca — digo Enrique Molina o Joaquín Pasos o Jorge Eduardo Eielson, creo que estoy describiendo un flujo poético que no puede acomodarse a gregarismo alguno, y que ilumina un principio radicalmente poético e hispanoamericano. No trato de ser excluyente; quiero llamar la atención sobre esta línea vertebral por la cual me preguntas. Y en este sentido se imponen las dos revisiones que, en este momento, me ocupan: una, hacer un poco de luz en el confuso panorama de los años 1920-1940, tal y como lo hemos heredado de la crítica habitual. Desde hace años, trato de releer a los poetas representativos de ese período crucial sin las ortopedias de ese aparato crítico, y el resultado es muy esclarecedor. Otra, una lectura — sin prejuicios adquiridos, de cualquier signo — de la poesía escrita por mujeres. Ellas se instalan en esa misma orilla de riesgo, articulación siempre fronteriza, habitada por los poetas citados. Digo desde sor Juana hasta Alejandra Pizarnik. Ellas (su escritura) dan la imagen más reveladora de una particularidad hispanoamericana. En mi libro, ya casi concluido, El barco de la luna, abordo la cuestión con todo pormenor.

FM — Entre los innumerables aspectos contradictorios que podemos encontrar en el curso evolutivo de la poesía hispanoamericana, sobre todo en lo que corresponde al estudio de esa poesía, anoto dos puntos que juzgo merecedores de una mejor atención: la paternidad del modernismo, una vez que algunos escritores cubanos todavía hoy insisten en señalar el nombre de José Martí, sin con todo aceptar la casi absoluta concordancia en torno de Rubén Darío; y la influencia directa de la revolución cubana en los destinos, notadamente estéticos, de esa misma poesía.

JRP — Vuelves a ponerme en un difícil compromiso: para contestar adecuadamente, se requeriría toda una exposición teórica, y ahora — además — una detenida reflexión ideológica. Hagámosle el favor a los presuntos lectores de no meternos en casuísticas tales. Responderé, aún a riesgo de insistir en lo obvio. Eso sí, mi pretensión no es hacer afirmaciones absolutas, sino propuestas abiertas para un debate. Vayamos a lo que me preguntas: la paternidad del modernismo. Aunque se haya hecho así, no me parece adecuado plantear la cuestión en tales términos. Como te decía antes, ¿para qué repetir posiciones críticas que pretenden clasificar, ordenar, uniformar criterios, en lugar de explorar las diferencias que — incluso dentro de un mismo período literario — deben existir, y que — además — lo enriquecen? El modernismo es el principio contemporáneo de la poesía en lengua española, y quiere dar fe con la palabra de lo que sólo es intuición de futuro; dar cuerpo verbal, materialidad sonora y plástica (música y pintura, dijo Antonio Machado sin entenderlo muy bien, o ante el temor de lo nuevo generado por su propia lengua) a lo que en ese momento era proyecto histórico, existencia posible. Que se retrase su principio cronológico hasta José Martí resulta irrelevante para lo que importa. No me cabe duda de que Martí escribe entendiendo la escritura como único espacio donde su idea de “nuestra América” se hace realidad, organismo vivo y fundación: la lengua como acento (ritmo) y como representación (imagen) es la forma más pura de ser. Pero — me pregunto — ¿qué otra cosa hará Rubén Darío? Es más, ¿no añade este último una distancia irónica más atrevida, una más arriesgada imaginación, la doblez reflexiva de la incertidumbre, al impulso pasional, entusiasta, del escritor cubano? Que todo eso estaba en Martí, lo sabemos; que Darío lo lleva a su culminación, también. Habría que incorporar al debate (y aclararía muchas cosas) la actitud vital de cada uno: volcado en la idea, y en la turbulencia aún romántica de la afirmación, José Martí; entregado a la vida, y en el arrebato ya contemporáneo de la explicación existencial, el nicaragüense. No dos principios del modernismo, los dos principios de la escritura contemporánea.
Por ahí podríamos reflexionar también sobre la influencia de la revolución cubana en el desarrollo de la última poesía hispanoamericana. Yo empecé a escribir bajo el signo del compromiso político a que obligaba, en mi país, la dictadura del general Franco y muy pronto, también, movido por la adhesión entusiasta, solidaria, a la revolución cubana. En ambos casos, quiero decirte, fui muy cauteloso: nunca entendí (ni entiendo; y así nos va) esa obligada reducción de la historia a sus aspectos menos nobles: la política (disciplina ideológica) y la economía (espacio de intereses). Por ello me resistí a creer que el trabajo intelectual debiera limitarse, de forma incondicional, a la defensa y propagación de todo eso. Para hacerlo, hay otros medios, y mucho más eficaces. La poesía jamás podrá ser un arma cargada de futuro. Y si lo hace, si cree serlo, su lenguaje se simplificará y empobrecerá, y la visión de la realidad que nos ofrece será tan mezquina como la que intenta suplantar: repite el mismo discurso de la propaganda oficial, sólo que con signo evidentemente contrario. Lo que en España se denominó poesía social fue tan nociva para la evolución posterior de la escritura poética que aún estamos sufriendo sus consecuencias. De igual manera, el proceso revolucionario que se inicia en Hispanoamérica en 1958, y la intromisión de los intelectuales en el mismo, más la subsiguiente imposición de una escritura al servicio de la ideología nacida en tal coyuntura, ha originado una maniquea bipolaridad, perturbadora y confundidora de la verdadera creación literaria. Que el entusiasmo demuestra sobradamente la obra de los más relevantes narradores hispanoamericanos de los años sesenta y setenta; en ellos, en sus obras, el lenguaje nace y crece de aquella razón de libertad, no por una servidumbre ideológica: discurso indisciplinado de la imaginación agitando la pétrea máscara de aquella realidad. Lo que no se entendió — lamentablemente — fue que toda esa vigorosa escritura arraigaba en la fuerza poética que alimentaba ese lenguaje desde su principio (piénsese en Rulfo y Onetti, por ejemplo). El error fue cantar y contar la revolución, desdeñando o velando toda escritura poética que no se aviniera a tal compromiso. Una poesía urgente, una poesía que no reflexionaba sobre sus instrumentos expresivos ni ponía en duda los significados, que se confundió torpemente con la canción, mal servicio hizo a la causa de la libertad, salvo — claro — aumentar el entusiasmo gregario en torno suyo. Mi antología de 1984 quiso, por una parte, introducir en España el nombre y la obra de una serie de poetas hasta entonces desconocidos aquí, o poco difundidos; pero pretendía, por otra parte, dar fe de lo que yo entiendo por como lenguaje en libertad. Y todavía por esas fechas, Mario Benedetti descalificaría mi trabajo, censurándolo como defensa de una poética que negaba en compromiso existencial y político, en favor de la evasión y la despreocupación. Puede que su crítica derivara de su descontento personal, al ver que su poesía no tenía cabida en aquella selección. Años después, Roberto Fernández Retamar comprendería en sus justos términos mi propuesta, y me ha hecho ver cómo esta poesía nutrió aquella narrativa. Yo iría un poco más allá: ambas, narrativa y poética, se alimentaron del más juicioso y vigoroso entendimiento del lenguaje como la forma más radical de libertad, al margen de ociosas (y perniciosas) servidumbres ideológicas. Y — como decía antes — una escritura que no introduce la madurez reflexiva (con la complejidad que lleva aparejada), poco o nada contribuirá a la renovación de la literatura. Limitando la palabra a sus significados, el lenguaje pierde casi por completo su fuerza crítica y libertadora; por el contrario, una palabra abierta a la pluralidad de sentidos dinamita, desde su propia raíz, toda seguridad preservadora del poder, conservadora en las ideas.

FM — ¿Cuáles las relaciones directas entre el mestizaje (“la fuente de la novedad americana”, segundo Arturo Uslar Pietri) y el padecimiento de la historia (aspecto defendido por Octavio Paz, cuando afirma que el hispanoamericano ha se relacionado con la historia en el sentido de una catástrofe o de un castigo), en la formación de esa cultura? ¿Acaso no será una contradicción que lo mismo continente que se supone generador de “la raza de las razas” (recordemos José Vasconcelos) no lo consiga sino sufrir las acciones de la historia? La consabida potencialidad latente de esa cultura, ¿residiría exactamente en qué? Cuando Ortega y Gasset define que no tiene el hombre naturaleza y sí historia, indago entonces se la poca historia con que cuenta hoy la Hispanoamérica no tiene sido acaso escrita por su literatura, correspondiendo a la poesía su parcela de mayor importancia.

JRP — Es tan clara tu reflexión que, implícitamente, contestas a la pregunta. Cierto: el mestizaje es la verdadera novedad americana, su identidad indiscutible. No sólo un mestizaje racial, por supuesto; sobre todo, un mestizaje cultural en el más amplio sentido del término: una permeabilidad para asumir y amalgamar vigorosamente las sucesivas presencias culturales que, desde el descubrimiento hasta hoy mismo, se encuentran y entrecruzan en el continente. Que exista esa contradicción entre potencialidad de futuro y negación persistente de ese futuro, no significa otra cosa sino que ese capital histórico ha sido torpemente dilapidado desde dentro mismo de la historia, por los sujetos responsables de la misma. Dos problemas me parecen fundamentales: uno, el pudor, y hasta la vergüenza, ante el origen colonial de esta identidad histórica mostrado — desde el momento mismo de la independencia — por la sociedad criolla dominante. Se construye de esa forma una máscara que impide toda visión transparente de la identidad. La doblez se condena interesadamente. Dos, y como consecuencia, el empeño por construir mimética, artificialmente, las estructuras de la sociedad naciente, procurando una falsa estabilidad o uniformidad, cuando el proceso histórico que abre el mestizaje requiere especial atención por lo ambiguo y lo incierto, por lo arriesgado y aventurado. Debe basarse en la fuerza de la imaginación, y no en la imposición de determinadas estructuras ideológicas, administrativas y culturales siempre extrañas al ser de lo hispanoamericano, ni en la obligación que se exige a la sociedad para acomodarse a ellas. Cuando precisamente debía ser todo lo contrario. Lo denunciaba ya — en los primeros lustros de la independencia — José Martí. Y la escritora peruana Blanca Varela lo dice de forma bien elocuente: “estamos pagando las consecuencias de una bastardía. Yo creo que padecemos una bastardía histórica e intelectual”. Y si recuerdas a César Vallejo, verás con qué apasionada insistencia (y lucidez) reclamó siempre un sentido de plenitud que sólo dimana de aquel “impar potente de orfandad” que dijo. No es de extrañar entonces, como tú muy bien apuntas, que la verdadera historia hispanoamericana, la emprendida por los hispanoamericanos y no la padecida por ellos (la que constituye y explica verdaderamente a ese mundo) esté en su literatura, y especialmente en su constante alumbramiento poético. Nunca en la ceguera interesada de los sistemas políticos. De aquélla, desprendimiento y entrega; de ésta, simplemente explotación.

FM — Es perfectamente clara la existencia de una fuerte influencia de Lezama Lima, Octavio Paz y Nicanor Parra en el período comprendido entre 1940 y 1950, tan bien emplazado por ti como “síntesis abarcadora”. En tal sentido, ¿qué factores definirían la existencia de tal influencia y cuando exactamente se registra la ruptura con tal fase?

JRP — Aquí tienes de nuevo — como te decía — los peligros de la crítica establecida: yo incurrí en el error de no cuestionar el esquema histórico ofrecido y heredado (¿temor reverente o simple comodidad?); acentué, sin más, ese planteamiento que tú resumes en esta pregunta. Sin embargo, tras más de diez años e atenta lectura, y tras incorporar a mi reflexión la obra de otros escritores, o silenciados o marginados en aquel panorama crítico, entiendo la cuestión de modo bien distinto. No discuto — por supuesto — los valores literarios de Lezama, de Paz, de Parra, aunque sí discrepo — por ejemplo — de ciertas actitudes públicas de Octavio Paz en los últimos tiempos, que — por desgracia — han influido de manera negativa en su obra, reduciendo notablemente mi interés hacia su literatura y hacia su influencia intelectual: no hablo de posiciones políticas, hablo de opciones estéticas, poéticas y críticas; como tampoco me interesa mucho el camino seguido por Nicanor Parra: su antipoesía deriva en trivialización, en broma más o menos ingeniosa, pero no en explotación seria de lenguaje; queda ello claro en la secuela (que no escuela) de imitadores que remiten con facilidad clisés y fórmulas graciosas, pero sin la densidad suficiente para renovar un discurso poético.
Aunque lo parezca, no me alejo de la cuestión que propones. ¿En qué ha cambiado mi posición con respecto a aquella postura inicial? Verás: me he dado cuenta de que esa estrecha dependencia histórica limita en exceso la verdadera aportación de la poesía hispanoamericana, al tiempo que simplifica — excesivamente también — su valoración. Más: he descubierto que la ordenación de esa década se ha hecho, de forma casi exclusiva, por escritores que no sólo eran testigos sino también protagonistas de tales acontecimientos, o por críticos fieles a ellos. Como es lógico, esa circunstancia ha condicionado el juicio a los particulares criterios estéticos defendidos por esos autores, cuyo prestigio — por otra parte — evitó o retrasó la disidencia necesaria. A pesar de esos, el erros básico está — según entiendo — en haber mantenido el criterio histórico, con esos compartimientos impermeables que son, en este caso, las décadas con las que se quiere hacer coincidir estas actitudes estéticas. Un ejemplo muy concreto: ¿por qué Octavio Paz define esa encrucijada oponiendo a poetas y obras tan distantes y distintos como Gorostiza y Neruda, como Muerte sin fin y Canto General?
Me pides que apunte el momento en que, en mi opinión, se produce la ruptura. Pues bien, la verdadera ruptura sólo se producirá cuando incorporemos a este debate a los poetas hispanoamericanos de los años treinta, a los cuales se ha entendido — al menos hasta ahora — como de presencia marginal e influencia más bien escasa en el desarrollo de la poesía posterior. Salvo las clarificadoras aproximaciones de Américo Ferrari a este asunto, no conozco otra posición similar. Así alcanzaríamos a dilucidar, además, el verdadero significado de la vanguardia en todo este proceso. Paz habla — interesadamente, por cierto — de una vanguardia académica (agotada en los años en que él comienza a escribir) y de una vanguardia otra, crítica de aquella (la que él representa, a la que él quiere adscribirse). Implícitamente, pasa de los años veinte a los cuarenta, como si en los treinta (período a mi entender fundamental) no se hubiese desarrollado libremente, renovadoramente, aquella vanguardia primera. ¿Qué significado tienen, si no, obras como las de Oliverio Girondo o Emilio Adolfo Westphalen, como las de José Gorostiza y el primer Lezama Lima? Y más, ¿qué nos transmiten actitudes como las de Martín Adán, Villaurrutia, Joaquín Pasos, aunque los poemas de este último tarden algún tiempo en ver la luz? ¿Qué hizo, en fin, Pablo de Rokha, en Chile, y cómo se recibió su herencia entre los poetas inmediatamente posteriores? Es todo un síntoma que estos escritores hayan sido estudiados en tanto que excepciones, cuando son ellos quienes mantienen la viveza de un discurso poético que alcanzará su plenitud en los poetas que desarrollan su peculiarísima variedad y su agudísima renovación de la poesía hispanoamericana a partir de los últimos ãnos cuarenta y que, durante lustros, hubieron de buscar esa puerta lateral por donde manifestarse con toda normalidad.

FM — Bajo la luz de tus definiciones estéticas acerca de la poesía hispanoamericana, ¿lo que piensas a respecto de las defensas críticas formuladas por autores como Guillermo Sucre, Pedro Lastra, Saúl Yurkievich e Juan Gustavo Cobo Borda? ¿Cuáles serian las confluencias y disensiones de tu pensamiento al relacionarlo con las opiniones críticas largamente expuestas por estos autores?

JRP — A todos los escritores que nombras les tengo un respeto grande. Con algunos me une — creo — una muy buena amistad, nacida — como es lógico — de compartir este empeño común. De la sabiduría y claro juicio de Guillermo Sucre he aprendido casi todo, y sus aproximaciones me han ayudado a reflexionar con atención sobre los problemas de la poesía hispanoamericana: La máscara, la transparencia sigue siendo, para mí, imprescindible. Pedro Lastra ha dilucidado, como pocos, los puntos de inflexión y articulación más significativos de la última y penúltima poesía hispanoamericana; no en vano es un atento estudioso de toda la tradición literaria hispanoamericana. Saúl Yurkievich, tras su abordaje a los fundadores, ha continuado con su minuciosa exploración textual, la zona más conflictiva (y por ello más rica) de esa escritura poética. Cobo Borda, en fin, lector voraz y animoso crítico, ha sido ecuánime en sus juicios y ha ordenado ese vasto y complejo panorama al que nos venimos refiriendo. ¿Mi posición frente a sus criterios? Más bien un deseo: que mi discurso crítico pudiera incorporarse como un elemento más al debate necesario que todos ellos — de forma más o menos explícita — han abierto. En un texto mío de 1985, Notas para un diálogo de antologías, defiendo — frente a Cobo Borda — la necesidad de una postura más arriesgada y menos contemporizadora, aun a cosa de equivocarnos. Pediría, en relación con la postura de Yurkievich, una menor servidumbre al esquema histórico dado y, en lugar de lecturas parciales, una dilucidación de la concurrencia en la diferencia. De Pedro Lastra siempre aguardo que la agudeza de sus vislumbres dé paso a la detenida construcción de un discurso crítico. Sucre también se muestra respetuoso con el análisis académico. Añado el nombre de Américo Ferrari (ya citado), crítico con el cual sintonizo de manera muy particular en esa apreciación de conjunto que digo. De todas formas, lo importante para mí es que exista esta posibilidad de debate; y que en ella, mi posición establezca una distancia que es también equidistancia: como isleño atlántico que soy, mi mirada se configura en la confluencia del discurso de la poesía española con su doble renovado que es esa otra poesía que, hablando en su misma lengua, lo hace desde la otra ladera, como renovado principio.

FM — Dijo el boliviano Jaime Sáenz (1921-1985): “Conocer el mundo es para mí conocer el secreto de la esfera. Y para conocer el secreto de la esfera hay que haber bajado al abismo y haber subido más allá de la superficie”. Entre los poetas hispanoamericanos que han tomado ese camino, juntamente con la presencia de Sáenz considero al colombiano Jorge Gaitán Durán (1924-1962) y al venezolano Rafael José Muñoz (1928-1981), los tres actualmente muertos. Ellos son los poetas malditos, a ejemplo del nicaragüense Alfonso Cortés (1893-1969), del colombiano León de Greiff (1895-1976) y del chileno Enrique Gómez-Correa (1915-), poetas de la materia luminosa, insurrectos contra el positivismo y el racionalismo, dotados de aquello que Juan Liscano, hablando de uno de ellos, emplaza como “resplandeciente liberación por el absurdo”. Eso linaje sigue, sin embargo, poco merecedor de atención crítica, aunque tengan los poetas producido libros de indiscutible frescor en el descorrer del escenario poético contemporáneo, tales como Muerte por el tacto (Sáenz, 1957), Amantes (Durán, 1959) y El círculo de los tres soles (Muñoz, 1969). También en tus estudios sobre la poesía hispanoamericana no encuentro menciones a estos poetas. Desconocimiento o sistemática ocultación, ¿qué te parece sea eso de que padece la obra de tales autores?

JRP — Quisiera hacer alguna precisión al respecto, antes de contestar concretamente a lo que me preguntas. Yo soy — como sabes — partidario decidido de una poesía del conocimiento de lo secreto (y sagrado), del descendimiento al lado oscuro de la existencia y la realidad, de una poesía que se arriesgue a mostrar lo invisible y a nombrar lo inefable: ésa me parece la única experiencia poética de verdad; porque la poesía no es sólo un ejercicio literario, también es — primordialmente — una entrega existencial. Ahora bien, con idéntica radicalidad, me parece importante (y necesario) decir que lo visionario solo, sólo el malditismo, no hacen al poeta. Habría que determinar ambos conceptos con atención y cuidado, y saber hasta dónde son válidos poéticamente hablando; ello es, hasta dónde alumbran un camino que sea también construcción verbal. Tal vez la escasa atención que — tú dices — se les presta a poetas que adoptan una militancia visionaria o se muestran como malditos, se debe a esa desconfianza que digo. No hablo de los tres nombres que citas (el de Muñoz, sobre todo, a mi me importa de manera muy particular), me refiero a una línea poética que en este momento me interesa revisar a fondo, pues tanta incidencia tiene en la configuración del discurso de las poetas hispanoamericanas, según explico en El barco de la luna.
Que no me haya ocupado de Durán o de Sáenz o de Muñoz no es cuestión de desconocimiento, ni de que para mí sean poetas menores; es una cuestión de mera circunstancia, de que mi trabajo ha discurrido por otros derroteros, y en ellos he consumido el tiempo — nunca suficiente — del que puedo disponer. Por otro lado, yo trabajo con mucha lentitud, vuelvo muchas veces — desconfiado — sobre las cosas que escribo, reviso mis afirmaciones, dudo constantemente, y eso me obliga a parcelar el trabajo y a no dispersarme en exceso. No quiero decir con esto que, si en un momento determinado me decidiera por explorar las obras de estos autores, y no me despertaran un interés particular, tuviera que dedicarles una particular atención crítica. Cada día entiendo más el trabajo del crítico como algo que no puede realizarse sino en perfecta simpatía y sintonía con la obra a la cual se acerca. Y hablo de ambos conceptos con su valor etimológico. Cada día me convenzo más de que la verdadera exploración crítica, que tiene que ser independiente, no tiene nunca que ser objetiva, en el sentido aséptico que se suele dar a lo objetivo.

FM — ¿Cómo has observado las relaciones establecidas entre barroco e surrealismo que, es lo que pienso, tendrían en poetas como Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Molina e José Kozer, algunos de sus más expresivas definiciones?

JRP — Convendrás conmigo en que, tanto el barroco como el surrealismo (y su punto de equidistancia, el romanticismo) aportan los ingredientes imprescindibles para un lenguaje y para la construcción de un mundo esencialmente poéticos. Yo, al menos, no entiendo la poesía en lengua española, y en particular su fundación americana, si no es como hija de la agitación barroca (ahí, sor Juana y también Lezama Lima) que pone siempre en entredicho la imagen de la realidad (no su corroboración, su contradicción; no su reproducción, su fundación); si no es movida por el turbulento impulso afirmativo — entrega y consumación existencial — del romanticismo (ahí, José Martí o Darío y los demás modernistas; pero también Vallejo), ese lenguaje con vocación de libertad frente a los dictados de la autoridad académica, la norma literaria o la imposición del significado frente a la proliferación de sentidos; si no se manifiesta, en fin, como deseo de habitar el espacio abierto por la imaginación, donde es posible realizar el sueño (ahí, de nuevo, sor Juana y Lezama, poetas que — a su vez — no tuvieron reparo en despeñarse por aquel vértigo existencial).
Tú nombras ahora a poetas que no sólo son herederos de esa tradición de resistencia (y por lo mismo de la fundación americana) sino que muestran los diversos aspectos en que tal tradición se proyecta y prolonga. En mi libro El pájaro parado — lectura muy personal de la obra del peruano Emilio Adolfo Westphalen — me atrevo a exponer las coincidencias entre ese discurso poético y el de Lezama Lima: para mí, la obra de Westphalen — en su ascético rigor andino — es la otra cara de la misma experiencia que Lezama cumple desde la exuberancia insular caribeña. Pero — en ambos — el arraigo en su identidad no es limitación, sino enriquecimiento, para el lenguaje. Esto ha sorprendido a más de uno, entre los lectores de mi libro, y les ha provocado no poco desconcierto. Sin embargo, estoy persuadido de que el espacio verbal de uno y de otro — tan singular y extremo, en ambos casos — se vincula estrechamente a lo que, simplificando, llamaríamos lo oscuro, selvático y laberíntico que el barroco en su complejidad sensorial, o el surrealismo al materializar lo inconsciente en un espacio poblado de imágenes, instalaron para siempre como semilla de la disidencia poética, en el lenguaje y en su configuración literaria. ¿No fue la comunión de Westphalen con César Moro el principio generador del mundo poético y de la escritura que habrá de decirlo? Ni en uno ni en otro el surrealismo — que sí es principio nutriente — se tradujo en torpe militancia estética.
Tampoco lo será en el caso de Enrique Molina, a pesar de que su viaje existencial — que lo es verbal — suponga el cumplimiento de un conocimiento alucinado, de un orden encantatorio. Su escritura se derrama en abundancia barroca e iluminación surrealista; es una forma de hallar el ritmo existencial más allá de toda apariencia física del mundo, abordando la zona del deseo. El resultado, sin embargo, es una épica inversa: no se exalta o celebra un acontecimiento, porque la escritura es el acontecimiento: mutilación y orfandad existencial, persecución tenaz de la identidad, como en el paradigma vallejiano. Exuberancia (y patetismo intencionado) próxima a Lezama, pues el poema — también — es caída y desprendimiento: riesgo de ser, experiencia verbal del ser. Algo más: esta escritura de Enrique Molina, como antes la de Westphalen, no niega el valor de la palabra, se constituye como discurso natural, incluso sometido como está a la agitación existencial y al asombro del hallazgo (de nuevo, remito a Lezama); genera el espacio adecuado para realizar su tiempo: nada del artificio vano de los estereotipos.
Y así llegamos a José Kozer. Todos simplifican, aludiendo la paternidad lezamiana de su poesía. Que existe, pero que no es fundamental: la poesía de Kozer, voluntariamente contaminada y mestiza, exuberante por aluvial, resulta una voz tan original, tan personal, porque se sitúa frente a sus múltiples orígenes (y no sólo poético, ni sólo literario) con irónico atrevimiento que lo pone todo en evidencia. En su escritura, incluso lo más sagrado manifiesta su manquedad, su condición defectuosa o risible; incluso el lenguaje y su respetada prosapia histórica, es cuerpo siempre violado, imagen que desnuda su revés; incluso la sabiduría, y su sólida solemnidad, deja siempre a la vista ese torpe costurón con el que, inútilmente, se pretende contener el desorden o vergüenza (hasta las mismas íntimas limitaciones del miedo y del dolor) que en su seno se agitan. Orden y caos, armonía y desmesura, polos de la rotación en esta esfera imperfecta que es su poesía.

FM — En nuestro primero encuentro hube una referencia tuya acerca del mimetismo artificioso que “se detecta, de manera abundante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos, más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas”. Estoy de acuerdo con tu observación acerca de la simple repetición de “ciertos mecanismos viciados de la vanguardia”, pero ¿no estaría este aspecto más directamente vinculado a una obsesión por lo nuevo, a uno insaciable juego producido por la publicidad, en el sentido de no se permitir la fundación de algo verdaderamente nuevo, de su necesario establecimiento?

JRP — Bien. Déjame decirte algo sobre esa “obsesión por lo nuevo” en la que se verían implicados los — por así llamarlos — nuevos lenguajes. Tú te refieres a la publicidad; yo añadiría todas las otras formas expresivas derivadas de la saturación presuntuosa de los media que padecemos en este final de siglo. Tú dices que tal inclinación, casi generalizada en la escritura poética más joven, podría entenderse como asunción de lo efímero, de lo resistente a todo establecimiento… Ahí, me parece, está la clave de este asunto, esos lenguajes que nos invaden — servidumbre quizá inevitable de esta época — pueden ser expresión adecuada de la aceleración histórica que vivimos, de la condición perecedera de todo: lo que se dice vale — tan sólo — durante el tiempo en que se dice. Ahora bien, desde el punto de vista de la creación literaria (y poética, en concreto), lo que yo me planteo es que ese lenguaje de los media, construido sobre esquemas muy simples y reiterativos, sobre fórmulas equivalentes (han de servir siempre a una única — y urgente — necesidad: corroborar un suceso), basado en el lugar común, la frase hecha o el slogan más o menos ingenioso, sólo entorpece la riqueza creativa de la lengua, su capacidad generativa y renovadora.
Que habitamos un tiempo donde todo está sujeto a su perecedera condición, donde ya ni siquiera los valores tienen tiempo para incorporarse y arraigar en la sociedad, me parece fuera de toda duda. Pero ¿debe la creación literaria — y poética — estar al servicio de una coyuntura como ésa (de cualquier coyuntura, añado)? ¿No será — más bien — su cometido contradecirla, ponerla en evidencia? Cada día soy más radical en esto: si la lengua literaria no se despliega a partir de un sustantivo anacronismo (si no nace ajena a los avatares del tiempo), sólo servirá, con mayor o menor fortuna estética, a los dictados de una moda, o — lo que es lo mismo — a las imposiciones del poder, siempre — político o cultural — secuestrador interesado de los sentidos que toda lengua encierra, y que es capaz de desplegar al margen de toda utilidad práctica. Si este riesgo no se le exige a la escritura poética más joven, ya me dirás tú quién será capaz de atreverse a dar el salto permanente en el vacío que toda verdadera poesía debe dar.
Y una cosa más: si, para hacerlo, los poetas más jóvenes vuelven sobre lo que he llamado “mecanismos viciados de la vanguardia” (esa envejecida — y limitada — poesía del silencio y los ritmos visuales, ecos de los ecos mallarmeanos; esa poesía — ya estereotipo sin valor — que trabaja sobre la falsilla de una irracionalidad convencional), lo único que consiguen es una mimética reiteración de fórmulas, sin cumplir la necesaria reflexión que el corrompido lenguaje de su tiempo exige, sin completar la construcción poética como espacio único de libertad. No hay por qué (y me parece igualmente censurable) temer a los eternos conflictos existenciales, ni a la impregnación emocional de las vivencias personales, incluso en relación con el tiempo presente; pero sí hay que trabajar la palabra y su funcionalidad poética para que la imagen que de todo eso nos ofrezca sea una apuesta de rebeldía y libertad, nunca una forma — consciente o inconsciente — de regocijada aceptación.

FM — Dentro de esta misma mirada que aquí hemos enfocado, ¿lo que te parece la persistencia de algunos poetas, sobre todo argentinos e uruguayos, en la fundación de lo que denominan neo-barroco (o neobarroso, como lo ha preferido el argentino Nestor Perlongher)? ¿En eso acaso no tendríamos un riesgo inmenso de dilución de las conquistas estéticas de la poesía hispanoamericana?

JRP — Ahí tienes un buen ejemplo. Hasta donde se me alcanza, lo que tu llamas neo-barroco (y la denominación juguetona que le da Perlongher — neobarroso — nos remite a aquella ingeniosidad inoperante de la que hablaba) no me parece que sea más cosa que una forma graciosa de épater le bourgeois; y estarás de acuerdo en que ese burgués se halla curado de todo espanto, y no le va a hacer más caso a la poesía del que ahora le hace; es decir, ninguno. Conozco la obra de Perlongher, y la de Roberto Echavarren (lo cito porque las opiniones de ambos quieren ser coincidentes), y así como la escritura del primero me parece ociosa y derivativa, la del segundo me resulta más indagadora e iluminadora, y precisamente porque esquiva — saludablemente — todo estereotipo; y su abundancia discursiva tiene la necesaria densidad reflexiva para establecer un espacio de alumbramiento que en Perlongher — y quizá sea limitación mía, de lector poco hábil — no se consigue, pues su escritura es (y él lo manifiesta sin rubor) tributaria de una ingeniosidad para mí agotada.
Reproduzco la definición que Perlongher hace de su neobarroso: una “desterritorialización devastadora que tomò la vida de una artificialización extrema del lenguaje”; recuerdo su entusiasmo lezamiano o su pasión por el malditismo más tópico… Que el barroco es artificio, ya lo sé; y que la escritura lezamiana es barroca, en tanto que construcción de un artificio de lenguaje, pero ¿lo es en la medida en que Perlongher lo entiende? Lo que él escribe, como neo-barroco, ¿surge de una necesidad natural con naturalidad o es tributo obligado a su condición de hijo del tiempo? Esa fue la ceguera de los superficiales y nerviosos años sesenta donde yo me inicié, en los que entonces creí), su ligereza cultural del consumo (el pop, el rock, el impacto de los media) fue el polvo que ha traído estos lodos: un artificio por el artificio, no el laberinto denso, intenso, por donde ahonda la escritura de Lezama, o en donde alimenta su vuelo libre la poesía de José Kozer, a quien ellos quieren asimilar al neo-barroco. La de éstos, palabrería que oscurece, no visión que ilumina e implica como la de Lezama y Kozer. A mí, al menos, me mantienen ajeno y lejano. No soy machadiano (y lo he confesado muchas veces), pero en la poesía quiero oír voces y no ecos; quiero personalidad y no forzada “originalidad”. Pertenezco — por insular e atlántico — a un mundo mestizo, mi lengua se halla contaminada (y no lo evito); pero ese mestizaje no es una simple mezcla de formas captadas aquí o allá, indiscriminadamente: son mías, en ellas me reconozco. El mestizaje tiene su valor (y vigor) en tanto que vivencia plural de la lengua, nunca será construcción (o desconstrucción) de un discurso. Para el mestizaje, la ironía; nunca el dogma.
Prefiero, pues, la afirmación de Echavarren (“no de la historia sino del fin de la historia y del comienzo de las historias, versiones, centros difusos de lectura y situación”), y prefiero su mayor densidad que no diluye la responsabilidad de un mayor implicación existencial en el discurso: observa su debate con los ritmos modernistas y simbolistas; no tienes más que ver su coincidencia en Laforgue, Lautréamont o Herrera y Reissig, en Saint-John Perse, aun con reparos; presta atención al que considera principio de su escritura, el debate entre un discurso religioso-confesional y un discurso artístico-filosófico…
La cuestión no es, por tanto, buscar una denominación de origen para una determinada marca poética. Tú mismo dices que esta opción neo-barroca se observa, primordialmente, entre los poetas argentinos y uruguayos. No tiene por qué ser así, por más que pudiéramos explicar esa tendencia como lógica en una expresión tendente a lo verbigerativo (el habla urbana de Río de la Plata), producto — como en pocos lugares de América — de una afluencia y confluencia permanente de hablas, de palabrería deslumbradora. Partir de una hipótesis como la tuya nos obliga a hallar un estereotipo que configure verbalmente aquella denominación. Y las cosas no son tan simples; en poesía no pueden serlo. Como te dije, que barroco o romanticismo o surrealismo alienten en la fundación poética hispanoamericana no tiene por qué significar (muchas veces resulta lo contrario) que los escritores se sometan a las formulaciones normativas de tales movimientos estéticos. Una cosa es que la doblez y el mestizaje y la capacidad visionaria de todos ellos sean concomitantes con el lenguaje definitorio de la identidad americana, siempre fronteriza, nunca del todo definida (o definida por esa orfandad, precisamente), y otra bien distinta el entender — obligadamente — que la poesía hispanoamericana haya de ser o barroca o romántica o surrealista: eso, para los profesores y su crítica académica, con su perseverante (y simplificadora y acomodaticia) ceguera; no lo hagan también los poetas, cuya apuesta debe ser rebelde y resistente y liberadora.

FM — Aunque sea constante en tu obra crítica el tema de la poesía hispanoamericana, ¿es posible todavía encontrar una reluctancia, bajo el punto de visión editorial, en la difusión de esta poesía en tu país? ¿En lo qué debemos basar eso?

JRP — Esta es una vieja cuestión pendiente entre la poesía española y la poesía hispanoamericana. Mi trabajo crítico se ha propuesto, durante años, reducir al menos ese hiato grande y profundo entre ambas escrituras poéticas de una misma lengua. El resultado ha sido descorazonador. No sólo por la incomprensión española con respecto a Hispanoamérica; también por el escaso (y defectuoso) conocimiento que se tiene de la poesía española en Hispanoamérica, a lo que ha contribuido la complacencia con que el lector hispanoamericano acepta la visión que de la poesía peninsular le llega a través de la crítica establecida y dominante.
Durante algún tiempo (en especial en los años setenta), las editoriales españolas más solventes publicaron obra de los poetas hispanoamericanos de los últimos y penúltimos plazos históricos, rompiendo así la rutinaria imagen que desde España se tenía de una historia poética que concluía en Neruda y Paz, a partir de los cuales el espacio literario era de los narradores encumbrados por el lanzamiento del boom; narradores que pronto comprendieron que la solución era constituirse en sociedades anónimas, en lugar de seguir escribiendo desde la marginalidad y el riesgo en que todo verdadero escritor debe situarse. Pues bien, aun difundiéndose en España aquella obra poética, poca o ninguna influencia ha tenido en los poetas de este lado. ¿Mi opinión? Que el temor al riesgo, la tendencia particularmente respetuosa con la tradición y la configuración tercamente histórica de la poesía en España forman una barrera insalvable para que esa necesaria permeabilidad, ese imprescindible debate entre las dos voces de una misma lengua, se haya cumplido debidamente. Añade otra cosa más: la literatura española lo es de la palabrería vana, de la repentización ingeniosa, y ¿cómo puede entenderse así una poesía como la hispanoamericana que nace — incluso en sus manifestaciones más exuberantes — del lento destilar de la palabra, de un silencio alerta y desconfiado, de una mirada intensa y una madura reflexión?
Yo no defiendo la necesidad de suplantar la identidad que una escritura manifiesta, obligándola a expresar otra; lo que considero imprescindible, y urgente, aunque lo creo ya imposible, es la recíproca contemplación de uno y otro discursos, y el meditado análisis de las posibilidades que la lengua común ofrece, teniendo en cuenta su diversidad, su riqueza, su capacidad de resistencia y su voluntad de riesgo. Pero ya te digo: soy escéptico, después de más de veinte años intentando decirlo frente a tantos inconvenientes.

[1995]

[Jorge Rodríguez Padrón (Islas Canarias, 1943). Crítico de literatura, ensaísta, autor de inúmeras obras sobre poesia e poetas hispano-americanos.]

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