FM — Si hablamos de poesía española,
es conocida la discusión en torno de la palabra modernismo, que puede significar a la vez una escuela literaria
y la definición de una época. Es verdad que el modernismo español (lo mismo que
el modernismo hispanoamericano) presenta rasgos distintivos del modernismo de los
demás países europeos (lo mismo que el modernismo brasileño). Antes de todo, tu
opinión acerca del sentido exacto del modernismo español. Después, sus relaciones
con el modernismo en las Islas Canarias.
JRP — No habría motivo de discusión a este respecto, si no se hubiese utilizado
esa misma denominación (modernismo) para
movimientos literarios que, en realidad, responden a propuestas estéticas diversas,
aunque coincidan en el hecho de afrontar ese período histórico, también necesitado
de una más justa denominación y que, para entendernos, llamamos modernidad. ¿Ves? Tú mismo aludes ahora,
por ejemplo, al modernismo español y al modernismo europeo (que tuvo más bien poco
de literario) y al modernismo brasileño… Podríamos incluso complicar un poco más
la cuestión sumando a este debate el modernism
norteamericano. Prefiero, pues, centrarme en el modernismo en lengua española que,
en propiedad, llenaría la casilla vacía del verdadero romanticismo que no tuvo nuestra
literatura. Verdadero romanticismo porque implica ruptura de la imaginación y transitividad
consecuente hacia ese lugar reclamado con urgencia por G. A. Bécquer como el espacio
“donde el vértigo / con la razón me arranque la memoria”. Y si Bécquer lo solicitaba
como deseo, su configuración corporal, su encarnadura
en imagen, la completa el modernismo desde Hispanoamérica. Principio fue de una
experiencia poética que lo es también histórica: Hispanoamérica da a luz, con el
modernismo, la imagen de su futuro en tanto que único espacio para establecer su
identidad posible. Por eso será comienzo contemporáneo; doble con el cual le era
imprescindible dialogar — para entenderse a sí misma — a la identidad española.
Sucedió, sin embargo, que la situación histórica española, en ese momento, no era
augural — como sucedía en América — sino final: la respuesta de los escritores peninsulares
se vio así forzosamente condicionada por una reflexión sobre su pasado, que concluye
en voluntad regeneradora (ello es, una
vuelta ao principio y una revisión de todo el proceso histórico nacional: memoria
y razón requeridas para explicar lo sólo poéticamente explicable). Esa fue la contradicción
de los noventayochistas. Y su evidente limitación. Más aun: en ellos actuó un temor
grande ante la libertad imaginativa -formal y rítmica — que el modernismo planteaba;
y deseosos de dar con el espíritu o esencia de lo español, se vieron deslumbrados, pero también asustados, ante el
atrevimiento modernista. Insensibles a la sensualidad y a la pasión amorosa, serían
escritores negados al amor (y al erotismo), pues entendían a la mujer sólo como
hospitalidad, como cobijo. Y por ese mismo
camino se explica su difícil relación con el
otro (para Machado, “el otro que siempre va conmigo”; para Unamuno, la conciencia
trágica del ser impar). Se comprenderá, pues, que los escritores peninsulares que
se llamaron modernistas apenas fueran imitadores de una estética; no vivieron la
experiencia existencial que habría de obligarles a subvertir el orden convencional
de la expresión literaria.
Los escritores de fin de siglo en las Islas Canarias, por su parte, se
encontrarán ante la evidencia de su diferencia cuando — como resultado del desastre
colonial de 1898 — este archipiélago atlántico se convierta en territorio fronterizo
que debe afrontar el principio de su andadura histórica en el espacio de la modernidad,
donde su reconocimiento aguarda entre la incertidumbre de lo posible. Islas al fin
y al cabo, su condición doble se refleja en el debate permanente entre la seguridad
de su centro y la proyección excéntrica, centrífuga, de su identidad, sólo completa
cuando se asume la manquedad que obliga a ese tránsito hacia lo desconocido. Canarias
coincide así con Hispanoamérica en este principio, pues — a mayor abundamiento —
ese lugar de confluencia y mestizaje que fue el archipiélago desde finales del siglo
XVI, vive en permanente relación con el mundo. El cosmopolitismo de su actividad
comercial y portuaria, que se dispara a finales del siglo XIX con la presencia singular
de los colonos ingleses (hombres de negocios, pero también exiliados que esperan
sanar de su enfermedad irreversible), facilita aquel reconocimiento por medio del
reflejo en (y diálogo con) el otro. Y
tal experiencia, ayudada de su irreverencia lingüística dialectal, basada en el
uso de un ritmo (acento) diferente y de una riquísima capacidad expresiva del habla
(gestualidad y silencio como elementos básicos de significado), hará que la escritura
literaria finisecular en las Islas Canarias constituya una facción singular del modernismo hispánico, movida por idéntico sentido
a la que impulsara ese movimiento en Hispanoamérica, y no ha de entenderse como
subsidiaria de aquella inauguración. Desde un precursor como Domingo Rivera (1852-1929)
hasta un postmodernista (y algo más) como es Rafael Romero, Alonso Quesada (1886-1925), pasando por el
escritor paradigmático que fue Tomás Morales (1884-1921), ausentes casi siempre
del debate histórico y crítico del modernismo español, aunque Federico de Onís,
Díez Canedo o Valbuena Prat llamaran la atención sobre ellos.
FM — Hablando de la aventura
poética de las Islas Canarias, recuerda Valbuena Prat sus dos características centrales:
el aislamiento y el sentimiento del mar. A su vez nos habla Pérez Minik de “unos
temas singulares autónomos”, la adaptación de unas características de la lírica
europea. En el escenario de la gran variedad cultural hispánica, cuál es la aportación
estética que mejor define la poesía canaria?
JRP — Ya he insinuado algo de esto en lo que te decía antes. Retomo el termino
facción, del propio Pérea Minik, que él
utilizó para historiar y reflexionar sobre su propio movimiento generacional, el
de Gaceta de arte. Pienso que facción es la forma más precisa para determinar
toda la aportación peculiar (yo diría la diferencia)
de la poesía escrita en las Islas. Nombras también al profesor Valbuena Prat; en
efecto, fue el primero en advertir el particularísimo fenómeno de esa poesía. Quizá
su método de análisis, en exceso ajustado a la periodización histórica peninsular
y de carácter exclusivamente histórico, fue un obstáculo para definir con exactitud
el proceso seguido en Canarias por la poesía. Valbuena habló, junto al aislamiento
y el sentimiento del mar, de cosmopolitismo e intimidad… Si te fijas, lo que Valbuena
propone, aunque no lo dice de forma explícita, es el carácter doble de esa escritura:
una poesía que, para ser, necesita arraigar en lo propio (aislamiento, intimidad)
pero entendido como prolongación o transitividad en lo que, como contrario complementario,
necesita para completarse (cosmopolitismo, sentimiento del mar). Por ello, me parece
certero el criterio de la profesora María Rosa Alonso quien señala la tensión entre
un impulso centrípeto y otro contrífugo, que viene a ser lo mismo, pero subrayando
el sentido dialógico y dramático de la relación entre ambos extremos, lo que explica
cómo la poesía de las Islas, desde su comienzo, en la frontera entre renacimiento
y barroco, tiene siempre el carácter de algo inacabado que busca completarse en
lo inefable o invisible, en su prolongación hacia lo vacío y en la habitación de ese espacio inquietante o sugerente.
No tiende hacia la confirmación de algo sino hacia la preocupación por lo ambiguo
o posible. Siempre se ha explicado (y se ha explicado mal) el principio histórico
de esta poesía en relación estrecha con los grandes ciclos de la poesía pre-renacentista
española. Pero un poeta como Bartolomé Cairasco (1538-1610) no es, como se dice,
un aventurero del esdrújulo, sino el primer intérprete — como sor Juana Inés de
la Cruz, en la tradición americana — del sentido doble de la diferencia insular: descendiente de nizardos
instalados en Canarias, su identidad doble no sólo le permitirá comprender el sentido
de aquella bipolaridad, sino hallar el lenguaje, y los temas precisos, que han de
explicarla para acabar dándole carta de naturaleza poética. Su barroco no es ni
el culteranismo gongorino ni el conceptismo; es otra cosa, porque a otra realidad
atiende. Su traducción de la Jerusalem liberata
es algo más que una traducción, una explicación de suidentidad en ese contraste,
que es reflejo, con el otro rostro de su propia identidad. Y su libro Templo militante, galería de rostros que
operan en idéntico sentido. Esre título, además, nos remite a un espacio cerrado
(y sagrado) donde ha de producirse la revelación del origen, y a la conciencia testimonial
que anima la visión que el poeta da de esa revelación.
Su misma propuesta la encontramos, y con paralela intención, en los ilustrados
insulares (Viera y Clavijo o Clavijo y Fajardo o el vizconde de Buen Paso), habitantes del debate europeo del siglo XVIII,
en donde se reconocen mucho mejor que en la reducida polémica entre castizos y afrancesados
que cierra entonces el camino a la modernidad española. Se suele llamar plagiario
al vizconde de Buen Paso porque su “Soneto al Teide” venía a repetir (reflejo en
el cual reconoce su propio imaginario) el “Soneto al Tajo”, del portugués Francisco
Rodrigues Lobo. Y lo mismo sucede con los modernistas y postmodernistas a quienes
antes me he referido. Y a través de ellos llegaríamos a los surrealistas (o mejor,
vanguardistas) que desde 1928 (aparición de la revista La rosa de los vientos) hasta 1936 (comienzo de la guerra civil y dispersión
del grupo de Gaceta de arte) se establecen
de nuevo, bien que con un sentido más polémico y agresivo y arriesgado, en esa misma
bipolaridad que los convierte en fenómeno singularísimo de la literatura española
contemporánea.
FM — Tus lecturas apuntan un
gran momento de la cultura canaria centrado en la presencia indiscutible del surrealismo
de los años treinta, los escritores reunidos en torno de la revista Gaceta de arte — con sus treinta
y dos números publicados, desde 1932 hasta 1936, es indudable que se trata de una
de las más importantes revistas dedicadas exclusivamente al surrealismo en todo
el mundo —, destacadamente Eduardo Westerdhal, Pérez Minik y García Cabrera. Sin
embargo, son frecuentes todavía las negaciones de existencia de surrealismo en España,
lo mismo que en Brasil. Los argumentos, en ambas laderas, son los mismos: la no
utilización de la escritura automática y la falta de una formación grupal. Es evidente
la debilidad de tales argumentos. Mi interés se refiere al motivo real de tan obstinada
negación, verdaderamente una obsesión de cierta facción de la cultura de nuestros
países. Habla un poco de eso.
JRP — Siguiendo con mi razonamiento anterior, satisfaría tu curiosidad en este
aspecto. Estoy completamente de acuerdo con lo que dices (sé que lo estamos en muchas
cosas). ¿Cómo decir que el surrealismo, para ser, debe ser escritura automática o conciencia de grupo? Todo lo que sea
deber, imposición, es asunto ajeno al verdadero surrealismo. Sucede — esto sí —
que el surrealismo introdujo tal grado de violencia en el pensamiento y en la escritura,
tal dispersión en el conocimiento y tanto riesgo en la visión de la realidad y en
su expresión artística o literaria (estoy pensando ahora, por ejemplo, en el cine
de Luis Buñuel, que obligó a los escritores de Gaceta de arte a vivir su anécdota más “surrealista”), que la literatura
española — en paralela reacción a la habida ante la inauguración modernista — manifestó
un temor y un retraimiento que los poetas del 27 avalarían inmediatamente con su
reverencia ante los clásicos y su respecto a la tradición. Por contra, la facción surrealista de Tenerife apostaría
por la aventura del inconsciente y por el riesgo de la revelación nacida de esa
apuesta. La poesía surrealista de Canarias (López Torres o García Cabrera, Agustín
Espinosa o Gutiérrez Albelo) fue una manifestación fugaz en el tiempo, cierto; pero
no podía instalarse como fórmula, género o movimiento, pues su espíritu surrealista
se lo impedía; si a ello sumamos que la represión con que se inicia la guerra civil
acabó de golpe con el vigor revolucionario de sus protagonistas, queda dicho todo.
Resistente fue, y por esa resistencia iluminó el carácter inconcluso y doble de
una diferencia indiscutible. Juan Manuel
Trujillo, fundador de La rosa de los vientos
y polemista con Eduardo Westerdahl, afirmaría (y eto en 1934) que “las islas siguen
buscándose, buscando autor. Quieren tener conciencia de sí mismas (…) pero sobre
todo buscan a los poetas. Buscan a los poetas escarmentadas de los literatos. Sólo
un poeta podrá hacer el milagro. Mejor dicho, dicho exactamente: sólo en un poeta
podrán hacer las islas ese milagro”. ¿Nos es éste el mismo poeta que reclamaba,
para la fundación de su modernidad, el portugués Fernando Pessoa?
FM — Una cuestión más en torno
del surrealismo: la afirmación de Vittorio Bodini de que Juan Larrea hubiera sido
“el padre desconocido del surrealismo español”. En tal sentido, como podríamos ubicar
la importancia de nombres tales como Agustín Espinosa (el “cazador de metáforas”)
y José María Hinojosa?
JRP — Ahí tienes un ejemplo de lo que te decía. ¿Por qué Juan Larrea deja la
sombra protectora de la generación del 27 para instalarse en París y escribir en
francés? Porque la iluminación creacionista que le ha transmitido Vicente Huidobro
será, para el escritor español, principio de una aventura sin retorno. El riesgo
de una lengua poética que supere las formas obligadas de su lengua materna. La afirmación de Bodini es muy certera.
Pero yo diría más: Larrea fue ese “padre” del surrealismo español. Agustín Espinosa
es un caso similar. Aunque hizo alguna incursión en la poesía propiamente dicha,
su lengua es la prosa a la que convierte en forma de la poesía, contradiciendo su
sentido natural. Crimen, su obra máxima
(de 1934), ¿es una novela? Como novela se ha difundido; su lectura, sin embargo,
nos convence de lo contrario: es la poesía que se derrama más allá de su límite
extremo. Dijo José Bergamín que la poesía empieza justo donde acaba la novela. Pero
es el caso que Espinosa continúa esa escritura peculiar en el terreno del ensayo
y de la crítica: “Media hora jugando a los dados” es — presuntamente — una conferencia
sobre la obra del pintor autodidacta grancanario Jorge Oramas; la lectura de este
texto singular en el abismo de la sugestión poética nos precipita.
— Una vez más el barroco:
su pasión prodigiosa y esa erotización de la palabra que se ha defendido, la seducción
de la escritura, su cuerpo a la vez revelación y gustación. El sentido de ambigüedad
y síntesis que ha tomado el barroco en la poesía hispanoamericana. Las relaciones
posibles entre una lógica conceptual y la vertiginosa lucidez. ¿Hasta que punto
busca tu libro El barco de la luna una relectura del barroco en la escritura poética
hispanoamericana?
JRP — Si te soy sincero, no lo había pensado así. Pero no es extraño: nunca
el proyecto de un libro — y de un libro tan aventurado como éste — se corresponde
con el resultado final. No me lo había planteado de esa forma, insisto. Aunque,
por lo que me dices, algo de eso existe en él. Su punto de partida es la inauguración
barroca de sor Juana Inés de la Cruz, y cómo su sueño augural prolifera en la larga trama que las poetas hispanoamericanas
van tejiendo sucesivamente, con una voz que se multiplica, y diversifica, pero que
permanece fiel a aquel principio colisivo que, no sólo entre las mujeres, se desarrolla
como línea poética lateral que, por su arriesgada condición, se observa siempre
como ajena (o paralela) a la lectura, tenazmente histórica y viciosamente política,
de la poesía hispanoamericana. Erotismo y cuerpo, pero no en el sentido anecdótico
que se dice habitualmente, sino en tanto que penetración y fecundación del cuerpo
de la realidad con el impulso seminal de una palabra que también, para obtener esa
energía, debe ser fecundada recíprocamente en el mismo acto creador. Mi libro quiere
ser — como siempre, en mi caso — una lectura muy personal y, por ello, una propuesta
de debate; lo que ofrece es la imagen (ya sé que a las escritoras militantes el
término les repugna, pero es así) oscura, lunar, movida por el impulso de aquel
sueño intelectual (nunca enajenación)
que sor Juana experimentó como drama de su doblez que resultó ser la doblez hispanoamericana.
No he querido hacer una lectura que ceda ante criterios femeninos; leo desde mi
posición masculina la diferencia propuesta por la visión de la mujer. Y así he llegado
a la conclusión de que, sin esa clave femenina, nada se explicará del todo en la
escritura poética hispanoamericana.
FM — Ha señalado José Ángel
Valente que “la relación entre eros y mística ha sido oscurecida en nuestra tradición
por obvios condicionamientos culturales. Tanto desde un monismo espiritualista como
desde un monismo materialista reactivo, experiencia erótica y experiencia mística
han sido abusiva y parcialmente interpretadas.” ¿Cómo observar el planteamiento
de Valente en el ámbito de la poesía hispano-americana? ¿Hasta qué punto la presencia
de las mujeres — pienso en Alejandra Pizarnik, Julia de Burgos, Olga Orozco, Blanca
Varela, Circe Maia, Marosa di Giorgio, entre tantas otras — ha influido en la subversión
de estos condicionamientos?
JRP — ¿Ves? Citas a José Ángel Valente (a quien tanto admiro y a quien leo
siempre con tanto interés), y nos encontramos con que sus palabras nos remiten al
mismo temor que — antes decíamos — provocara el surrealismo. Porque la experiencia
mística (por cierto, la verdadera ruptura con el orden clásico, y no el barroco
como nos dicen las historias de la poesía española), como la experiencia erótica,
nada son sin el abandono y la entrega a ese vértigo conceptual y pasional ante lo
desconocido. Entrega atrevida y asumiendo todas las consecuencias. Yo no entiendo
de otra manera la experiencia de la poesía. Y por eso la representa mejor que nadie
la mujer. Ella no se encuentra condicionada por ninguno de los incontables intereses que mueven la escritura de los
protagonistas masculinos de nuestra poesía. Ellos pretenden ocupar, y mantener,
un lugar central en la historia. Por eso actúan desde la prudencia y el cálculo.
Ellas, desde el margen, no quieren suplantarlos en el centro, sino proponer su diferencia
como polo excéntrico de un debate. Aquellas escritoras que niegan la diferencia,
sólo remedan la cautela y la dependencia de sus pares masculinos, pero no aportan
la singularidad, evidente y necesaria, que las caracteriza.
FM — Una propuesta de Borges
habla del Diablo como el responsable del bautismo de todas las cosas en el mundo,
lo que vincula el nacimiento a su lado oscuro, proscrito, transgresor, y conduce
a Lilith: “La palabra, por consiguiente, lleva consigo la magia violadora de Lilith,
y para ser callada tendrá que sufrir un vaciamiento ritual” (Teresa Cristófani Barreto.
Letras sobre o espelho. Sor Juana Inés de la Cruz). Hay una pasaje en tu El barco de la luna en que hablas de sor Juana, donde señalas como
“discutible la vieja posición crítica de un remedo gongorino por parte de la poeta
mexicana”. En su silencio solitario, ha nombrado muchas cosas sor Juana. La visión
insostenible de la crítica acerca de esta mujer notable, acaso ¿no la explica el
inaceptable que sea justo una mujer quien inaugure e ilumine, con su experiencia
verbal, el imaginario poético del continente americano?
JRP — Aquí te contestaría mejor que yo, Lezama Lima, desde su sabiduría tan
abundante como su humanidad y, como su palabra, “multifragmentada por el incesante
despliegue de la subdividida respiración de un asmático”, que dijera el poeta Eugenio
Padorno. Porque fue Lezama, gongorino profeso y confeso, quien advirtió la carencia
de la iluminación culterana de aquel cordobés agrio y huraño. Faltaba en su escritura,
precisamente, el riesgo de lo oscuro, el convencimiento poético de que sólo en el
sueño está la verdadera vida. Y esa aventura no se podía cumplir con el reconocimiento
afirmativo de la realidad que él hace, por desmedido que fuese en su plasmación
imaginativa, sino habitando su revés, su otro
lado. Sor Juana Inés de la Cruz le llevaba esa ventaja: ella habitaba en, y
hablaba desde, ese otro lado, desde el doble donde lo español se había proyectado
sin entenderlo como complementario necesario; la escritora mexicana vio, además,
cómo esa habitación y esa palabra suyas
conformaban su existencia más que su propia biografía o su más próxima circunstancia
histórica. ¿Mujer o monja? Su elección, sin duda, la poesía. No podía llegar a ella
siendo mujer; aceptar el hábito teligioso tampoco solucionaba su dilema. Su voz
se revela entonces como la palabra original de ese ser que sólo se cumple y reconoce
en la experiencia poética. Y nos revela, además, la doblez donde toma origen el
imaginario poético americano, porque lo era también la del ser doble que a tal experiencia
se entrega para afirmar su identidad en la incertidumbre. Naturalmente, tras ella
ya no hubo tregua, ni regresión: el sueño
proliferó. Y no como tema o recurso literario, como espacio imprescindible para
el ser y la palabra americanos. Pero habitar el sueño es aceptar el abismo que —
como tú dices, recordando a Borges — es “el lado oscuro, proscrito, transgresor”.
La mujer es el sujeto mejor dispuesto para aceptar ese reto que es un riesgo definitivo:
su radical marginalidad la convierte en el médium
idóneo que nos conecta con ese espacio y eso cuerpo de lo sagrado, en donde cumplir
el verdadero debate del origen. Ella, la depositaria de la palabra.
FM — En una entrevista con
Gerardo Deniz, me dijo el poeta mexicano: “aun renunciando a hacer juicios literarios,
estoy convencido de que, sin su comunismo, ni Vallejo ni Neruda serían tan apreciados”.
Creo que es acertada su afirmación a cerca de Neruda. No la comparto en torno a
Vallejo. En tu mismo libro, hablas que Vallejo fue “secuestrado por una lectura
utilitaria, sistemáticamente equivocada”.
JRP — Gerardo Déniz, poeta — por cierto — a quien he leído mucho y cuya escritura
me parece necesitada de una reivindicación imprescindible, pone el dedo en la llaga,
y dice verdad cuando subraya esa intromisión de la política (de la disciplina ideológica,
más bien) en la valoración de Vallejo y de Neruda. Yo iría más allá: me arriesgaría
a afirmar que la valoración que se ha hecho de la moderna poesía en lengua española,
y su rutinaria ordenación histórica, están construidas casi exclusivamente por (y
sobre) esa infiltración política. Déniz insiste: “sin su comunismo, ni Vallejo ni
Neruda serían tan apreciados”. Habría que matizar. Y no para excluir, como tú dices,
a uno de ellos. Lo que se nos ha dicho que es
Vallejo o que es Neruda, aparte de un
mayor o menor aprecio crítico, no resulta ser lo que son de verdad ni el uno ni
el otro. Por eso, yo me refería a la recepción de Vallejo en los términos que tú
citas: es un escritor secuestrado. Convenía que fuese así, y que su pasión crística o su desgarradura terrosa y carnal
que agrietan su escritura que es su cuerpo, y la hacen saltar por encima de convenciones
y circunstancias literarias, no se asumiera sino en el nivel más burdo e inmediato
de significación, que es el del utilitarismo ideológico. Y no es una opinión mía,
que soy — a fin de cuentas — un advenedizo. Observa lo que vallejianos ilustres
como Xavier Abril o Américo Ferrari muestran a través de sus mejores aproximaciones
críticas. Y lo mismo ocurre con Neruda. ¿Qué Neruda conocí yo cuando empecé a aventurarme
por su obra, en los primeros años sesenta? El que críticos e historiadores se habían
empeñado en ofrecer desde la ladera única y excluyente de su poesía impura, de esa escritura pedestre
y confirmadora que acabaría cercenando el vuelo iluminativo y la energía indudable
de su escritura anterior. Pronto comprendí el subterfugio, y pude situarme frente
a su obra y ver que el Neruda de los años treinta, en torno a Residencia en la tierra, vertiginoso y revelador,
se apagó en su empeño de asumir la impureza
como dictado único para su escritura. Este desvío voluntario (y yo diría que obligatorio,
desde la coherencia ideológica que acepta, a partir de entonces, su poesía) la cerraría
todo acceso al especio renovador (y de verdad poético) que, en ese mismo tramo cronológico,
abrieron y habitaron Lezama Lima y Westphalen y Gorostiza (y no menos Moro, Martín
Adán o Girondo), para configurar esa vanguardia
otra que no es la que Octavio Paz se empeña en identificar con el período de
la segunda posguerra, centrado en la experiencia poética que él mismo protagoniza.
Este es un tema que debe ser revisado con atención, y que me preocupa de modo especial:
hace poco, he impartido un seminario sobre ello, en Brigham Young University (Utah,
USA), e intento que aquellas notas y reflexiones deriven en un ensayo que me ilusionaría
escribir.
FM — Volvamos a Hölderlin
y su inquietud mayor: ¿para qué poetas? Giambatista Vico ha postulado un ciclo de
tres eras en el ámbito de la historia de la humanidad — Teocrática, Aristocrática
y Democrática —, culminadas por una era de caos, de donde resurgen las demás para
repetirse incesantemente. Ernst Jünger, a su vez, recuerda que “cada uno de los
siglos tiene su forma propia de ataque — el siglo XVIII, la subordinación, el XIX,
la proletarización, el XX, la numerificación”, concluyendo que “en el próximo la
persona singular habrá de decidir si se entrega o no se entrega completamente al
titanismo, pese a que participar en él es algo que no sólo entraña peligros, sino
que produce fascinación”. Por último, según el crítico Harold Bloom vivimos ya en
la “era del caos”. Y la misma inquietud perdura: ¿para qué poetas?
JRP — No tenemos que ir hasta Vico. Las eras imaginarias, de nuestro entrañable Lezama Lima, en esta misma idea
se fundan y explican. Y además, sin la simplificación exigida por los media, que mueve a Harold Bloom (y a sus
editores) para reducir a anécdota — y, por tanto, a best-seller — lo que es categoría
— y, por tanto, necesita una más compleja reflexión. El viejo Jünger, por sabio
y por viejo, intuye que nos aguarda un momento histórico — yo diría que esperanzador
— en el que este gregarismo que se nos impone día a día deberá desembocar, por extinción
natural, en la frontera de la decisión personal y transitiva, proyectada hacia una
era poética. Se demonstrará que la novela
es una forma literaria sin futuro (ya lo estamos viendo: ¿no es víctima de este
tiempo utilitario y vulgar, por más que los novelistas profesos se consideren los
grandes triunfadores de la literatura de hoy?), que su agotamiento — y vuelvo a
las palabras de Bergamín — hará que resplandezca la verdadera y original expresión
creativa del lenguaje, sólo producida sí, con ella, se entrega la vida: consumación
y consumisión que debe ser la poesía. ¿Para qué poetas? Yo diría, más bien, lo contrario:
¿para qué novelistas? La memoria verdadera, la que nos identifica, no puede ser
ese artificio aprendido para repetir evidencias, reside en un encuentro y reconocimiento
vertiginosos con el origen. Claro, esto impone renuncias, y que las máscaras caigan
y que arrostremos, con todas sus consecuencias, nuestra verdadera identidad. La
de cada uno. El filósofo español Eugenio Trías concluye La edad del espíritu, un libro interesantísimo y revelador aun en su
complejidad, con una reflexión a la que valdrá la pena volver siempre, y no sólo
desde el punto de vista literario. “Sería preciso imaginar — escribe — un verdadero
encuentro (…) de la razón ilustrada referida a la transformación de este mundo y de la razón poética capaz de reencantar poéticamente el mundo. Ya que sólo
en forma poética (dichterisch) habita
el hombre, testigo de lo sagrado, esta tierra que constituye su ámbito de expansión
y de despliegue. Pero esta forma poética no debería hallarse en completa disonancia
con las exigencias de la vida que la razón ilustrada satisface.”
[1996]
[Jorge
Rodríguez Padrón (Islas Canarias, 1943). Crítico de literatura, ensaísta, autor
de inúmeras obras sobre poesia e poetas hispano-americanos.]
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