quinta-feira, 21 de agosto de 2014

JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN | La incuestionable presencia, I



FM — Una cita de Valéry: “error de los críticos: remontar al autor, en vez de remontar a la máquina que hace la propia cosa. Error máximo, es lo que pienso”. En cuanto a usted, ¿qué piensa a este respecto? ¿Lo que usted busca, en cuanto crítico?

JRP — En cierto modo, mi apuesta crítica se basa en la idea contenida en esa cita de Valéry. He hablado de apuesta y quiero insistir en ello: no entiendo el trabajo crítico como confirmación complaciente y complacida del producto literario, de lo ya existente en poesía, narrativa, ensayo… Para mí, la crítica es un riesgo, una aventura que el crítico debe correr, precisamente a partir del momento en que aparece en el proceso literario; preguntándose lo que ha habido hasta entonces, pero — especialmente — indagando qué puede y qué debe haber desde ese momento en adelante: iluminar, así, nuevos territorios, desbrozar nuevos senderos y alertar sobre los límites a que puede haber llegado aquella producción literaria. Pensar y trabajar en esta zona fronteriza (y, como tal, incierta, abierta a lo posible) es la verdadera función de un crítico. Los que hacen otra cosa son historiadores de la literatura, parceladores y ordenadores de lo anterior. Y eso no me interesa en absoluto. Y aquí enlazo con su pregunta: sólo podré asomarme a ese nuevo territorio si mi indagación crítica se centra en “la máquina que hace la propia cosa”, es decir, en las posibilidades que la lengua literaria ha dejado sin explorar, y en cuáles son los caminos adecuados para dar ese nuevo paso, imprescindible, para que la literatura se manifieste como un organismo vivo, cuya vida depende no de las circunstancias geográficas o políticas, sino de la más o menos amplia respiración que alcanza la lengua en la cual se escribe. Ahora bien, si junto a ello no tengo en cuenta que el producto literario, la obra ya acabada, no se puede entender desvinculada de su autor, puesto que por esa estrecha vinculación vive; si no entiendo quién es ese hombre (o mujer) que ha padecido, que se ha alegrado o entristecido, que se halla confundido o perdido, o quizá perfectamente bien consigo mismo o con su mundo; si no entiendo bien eso, muy mal podré explicar las claves de esos caminos que me cumple alumbrar con mi trabajo.

FM — ¿Es posible concordar con el poeta y crítico brasileño Sebastião Uchoa Leite, cuando él afirma que el lenguaje de la crítica es circular, que “está siempre volviendo a la duda donde se ha originado y contradiciéndose a ella misma”?

JRP — Bueno, ése podría ser un grave problema; y de hecho se revela como una sospechosa constante en la crítica, en cierta clase de crítica que es la más abundante. Porque suceden dos cosas: que la crítica parece buscar la comodidad, la seguridad; quiere encasillarlo todo, clasificarlo rigurosamente, puesto que así le resulta más fácil, pero también inútil y hasta aburrido, creo yo, su oficio. Por otra parte, la crítica, como todo trabajo investigador, maneja una específica nomenclatura, unos recursos y métodos determinados, y así se ve fácil y viciosamente inclinada hacia la teoría, hacia lo abstruso o lo oculto, buscando — consciente o inconscientemente — sólo ser alimento para iniciados. Y, como diría el poeta español José Ángel Valente, toda teoría es gris y acaba siendo devorada por su propio método, retomando una idea que ya preocupara al mismísimo Goethe. Y todo eso la crítica lo hace como índice de la superioridad que quiere mostrar y del poder que quiere conservar. Quienes así actúan son, para mí, secuestradores de la literatura, que sólo la manipulan a la medida de sus intereses: los profesores, los académicos, los santones que tienen en sus manos la posibilidad de crear determinadas influencias en la opinión pública, que, al final descubrimos, revierten en su propio beneficio. Pero ninguno de ellos será, de verdad, crítico.
Y así, otra de mis preocupaciones es hacer del lenguaje de la crítica un lenguaje comprensible y claro, lo que no quiere decir simplificador, porque la función de la crítica — si es que tiene alguna — es conseguir que se establezca un diálogo fructífero a tres voces: la del crítico, la del autor, la del lector. Diálogo implícito, diálogo silencioso, pero sin el cual, sin las interrogantes que en él puedan plantearse y que nos conducen a nuevos diálogos, la literatura se convierte en un objeto muerto, en una pieza arqueológica, de museo, que debe ser venerada; y no un territorio de comunión, de encuentro y de reconocimiento común.

FM — Suspensión de los sentidos, cambio permanente de anacronismos y utopías, juego de virtualidades efímeras, reflexión acerca de los límites, implosión de las imposibilidades, etc. ¿Cuál es la tarea más alta de un texto literario? ¿La literatura debe sólo provocar respuestas?

JRP — Me parece que esta cuestión se responde con algo de lo dicho antes. Quiero reconocer que su cuestionario, en este orden de cosas, resulta no sólo coherente sino muy inteligente, pues pone el dedo en las llagas decisivas de este complejo tema que es la crítica. Perdone la digresión; vuelvo a su pregunta. No me parece que la literatura deba renunciar a nada de eso, porque — como ya le he dicho — no la entiendo desvinculada de la complejidad y del desarrollo imprevisible de la vida; y precisamente vinculada a esas zonas más críticas y conflictivas de la existencia, a esas zonas que nos obligan a ponernos cara a cara frente a lo posible, no frente a lo evidente; a asumir lo imposible, el sueño, las utopías, como la materia sustantiva que ha de conformarla. Y no para dar respuestas, ni para dejarlo todo claro, todo resuelto. Al contrario, para situarnos ante nuevos interrogantes, para ponernos frente a frente con nuestra propia imagen y seguir preguntándonos por la dramática dualidad, o pluralidad, que nos constituye. De ahí que el lenguaje literario sea un lenguaje universal, que se resista siempre a ser encerrado en límites nacionales; y que sea un absurdo conocer y enseñar únicamente la literatura de nuestro país o de nuestra lengua, puesto que todas se integran en un diálogo espejeante que resulta, por ello mismo, enormemente revelador.

FM — ¿Es posible sintetizar las interrelaciones existentes en Octavio Paz, Paul Valéry e Cesare Pavese, interrelaciones que pienso llevaran a usted a escribir un libro sobre la obra de éstos tres poetas?

JRP — Quisiera puntualizar una cuestión. Anecdótica, si usted quiere, pero que a la larga no resulta tan circunstancial. En efecto, en 1973 publiqué en Canarias, donde entonces residía, un libro (por desgracia hoy inencontrable: la edición fue muy reducida y la distribución sólo cubría el ámbito de las islas) que reunía tres largos ensayos escritos, precisamente, bajo esos supuestos que digo: lecturas de poetas no españoles, de lenguas diferentes, pero unidos en el criterio común de indagar en los límites de la poesía como lenguaje, sin renunciar a la cálida vivencia existencial. Se me dirá que Octavio Paz es un poeta de lengua española; y así es. Pero sucedía que el libro estaba pensado como una unidad cuyo título era Tres poetas mediterráneos (juntando a los ensayos sobre Valéry y Pavese otro sobre el poeta catalán Salvador Espríu). Por razones que ahora no viene al caso pormenorizar, no pude completar este último ensayo sobre Espríu y, urgiéndome los editores, opté por añadir al libro un trabajo mío anterior (creo que de los primeros análisis que de la obra de Paz se publicaron en España) que sintonizaba con los otros y mantuviera una cierta unidad, e de ahí el título final de Tres poetas contemporáneos. Y elegí el ensayo sobre Octavio Paz porque, si bien era un escritor en lengua española, su español era otro: el español de América, reflejo y contestación del español peninsular, ladera sin la cual no se puede entender la evolución literaria de nuestra lengua. El libro, además, abordaba el tema de la traducción, en el caso de Pavese y de Valéry. Lo digo porque, contestar a su pregunta, me obliga a subrayar cómo las interrelaciones existentes entre los poetas que finalmente compusieron el libro tienen que ver con la preocupación por los límites, por la aventura creadora que los tres llevan a término, o que para los tres resulta ser eje de su esfuerzo creador: en Valéry, adelgazando el lenguaje y haciéndolo materia de la propia imagen: el paisaje como palabra, diríamos: en Pavese, porque — narrador en gran parte de su obra, y narrador contemplativo — desliza su lenguaje narrativo y analítico hasta el encuentro con la síntesis poética, nacida precisamente del hallazgo, y de la perplejidad consecuente, de las zonas ocultas de la existencia, en tanto que gozosa asunción de los sentidos (sensualidad que también actúa, y de forma decisiva, en la indagación poética de Valéry); en Paz, en fin, porque contesta abiertamente a su herencia lingüística y literaria, haciendo que en su obra confluyan no ya reflejos de lenguas distintas, sino incorporando a ella procesos mentales y espirituales lejanos y distintos (el mundo oriental, por ejemplo, con su peculiar manera de entender la palabra poética), para traspasar las fronteras de la modernidad, tan conocidas por él desde su activa y nunca negada fe surrealista. Además, no es casualidad, ni circunstancia a despreciar aquí, la constante preocupación de Octavio Paz por la actividad poética que la traducción encierra; sobre todo en la operación de reescritura que — en diversas ocasiones — se ha atrevido a realizar.

FM — Usted ha traducido a Pavese, Valéry, Pessoa; ¿la traducción, como han querido Eliot y Pound, es una operación inseparable, indisociable de la crítica poética?

JRP — No. No he traducido a Pessoa. No me he atrevido a hacerlo, por que su particular concepción del lenguaje, sobre todo de la prosodia y de la sintaxis poética, los problemas que plantea su concepción del ritmo, me parecen dificultades insuperables. Cuantas traducciones al castellano he podido consultar creo que acusan, de manera evidente, esa dificultad, salvada en contadísimas ocasiones por los traductores. Pero sí he traducido mucho a Pavese, parcialmente a Valéry, y — en gran medida — a diversos poetas ingleses. La traducción de poesía es una tarea que me interesa mucho, y que me apasiona. Yo no diría que la traducción sea inseparable de la creación poética; pero sí que traducir poesía exige poseer una sensibilidad peculiar, y contar con una especial predisposición para sintonizar con el poeta traducido y con los recursos poéticos de la lengua en que escribe. No sabría definirla, pero sí que resulta una labor iluminadora, inaugural, que nos descubre la clave última de toda poesía: ser espacio de comunión, de encuentro y diálogo con otro; pero también espacio de reconocimiento de uno mismo. Tarea poética, en suma; sin ningún género de dudas.

FM — Estamos frente a dos extremos del lenguaje poético: de un lado, el surrealismo; de otro, Mallarmé, Joyce. ¿Es posible decir hasta que punto estos extremos se tocan?

JRP — ¿En verdad los entiende como extremos del lenguaje poético? Yo pienso lo contrario: se tratan de dos momentos sucesivos, de una progresión lógica que la escritura poética contemporánea no puede eludir, y que la explica y justifica en sus aspectos más radicales: la irracionalidad, el vacío, la perplejidad. Hay en ambas propuestas una conciencia que es una exigencia, un rigor extremo (en este sentido sí puede hablarse de extremos): desatados los niveles más profundos de la conciencia, al ser habitados por el inconsciente, el sueño o la locura, la palabra deja de ser ancla o atadura a la realidad para abrirse a lo inesperado y dar, inmediatamente después, un salto al vacío. Pero lo peligroso de esto no radica — como sugieren algunos timoratos — en que el escritor se quede desasistido, sin amparo en el lenguaje, sino en aceptar estos límites — aparentemente últimos e inseparables — de una forma pasiva, o reverencial, que es peor, convirtiéndolos en modelo, en fórmula, que facilite una producción en serie de obras poéticas que no lo son en absoluto, por mucha apariencia que de ello tengan. Hablar hoy del surrealismo o de las experiencias lingüísticas de la vanguardia como ideales a conseguir me parece, no una señal de progreso para la escritura poética, sino una certificación del temor que atenaza a muchos escritores ante el riesgo de dar pasos hacia adelante: cosa que nunca temieron escritores como los que usted cita, ni Mallarmé, ni Joyce. Hay mucho poeta falso, sin aliento creador, que se cree justificado con repetir ciertos mecanismos viciados de la vanguardia, con reproducir — sin haberlo asimilado — ese modelo de descomposición espacial del texto, porque así se creen mallarmeanos, y muy modernos. No se dan cuenta de que su mimetismo no va más allá de lo superficial. Y lo más alarmante es que esa situación se detecta, de manera abudante, entre los poetas, españoles e hispanoamericanos, más jóvenes; en aquellos que inician su obra, cuando se diría que el escritor hace (o debe hacer) apuestas más atrevidas.

FM — A respecto de su Antología de la poesía hispanoamericana 1915-1980 (Espasa-Calpe, Madrid, 1984), ¿cuáles son los criterios por usted adoptados para la selección de los 24 poetas allí antologados? Conforme le había ya comentado, lamento la ausencia de nombres como Severo Sarduy, Arturo Carrera, Roberto Echavarren, entre otros. ¿Es posible que nos hable a este respecto?

JRP — De poetas hispanoamericanos hablaba, y su pregunta resulta — una vez más — extraordinariamente oportuna. Porque mi antología a la cual se refiere (que, por cierto, ha tenido escasa difusión editorial, por razones que sigo sin entender) se origina, en gran medida, en esa reflexión que acabo de hacer. Como explico en el estudio introductorio del libro, dos fueron las preocupaciones que me llevaron a preparar la antología. En primer lugar, una razón inmediata: mostrar en España, al lector y a los escritores españoles, la obra de unos poetas que — en su propia lengua — estaban haciendo apuestas distintas a las del escritor peninsular, y de un gran interés para la evolución de la poesía contemporánea en lengua española; poetas, además, que los editores españoles de poesía ni habían incorporado a sus colecciones, ni — creo yo — conocían suficientemente. La antología, por eso, quiso llamarse Puerta lateral (conveniencias editoriales impidieron que se publicara con ese título): abrir una salida pública a los poetas hispanoamericanos nacidos entre 1915 y 1945, aproximadamente, y cuya obra seguía sin editarse aquí, porque se seguía situando el final de la poesía contemporánea de Hispanoamérica en Octavio Paz. Mi deber era poner al alcance de los españoles una realidade poética que contaba con nombres tan significativos, y de obra ya cumplida, como podían ser Gonzalo Rojas, Carlos Germán Belli o Javier Sologuren; Enrique Lihn o Roberto Juarroz; José Kozer o Antonio Cisneros…, por citar sólo a algunos.
La segunda preocupación era dar cierta unidad, y cierto sentido, a una obra que, obligatoriamente, debía ser plural, diversa. Y ese criterio unificador nació de mi lectura, de la lectura personal que yo hice de esos poetas últimos (o ya penúltimos, para ser más precisos). Dejé a un lado — de manera consciente — a poetas (los que usted cita, precisamente, y otros) que habían abrazado una opción poética testimonial e prosaica, que no me interesaban como tales poetas, o a aquellos que se limitaban a explotar una falsa modernidad mallarmeana o estructuralista, como epígonos de algo que Octavio Paz había incorporado a nuestra poesía y había resuelto de modo muy satisfactorio. En este sentido, decía en el prólogo y repito ahora, creo muy justo afirmar que la antología responde a mi criterio, que quiere expresar mi posición ante una obra irrelevante, aunque sea lo que más suele señalarse en los comentarios recibidos: quise ofrecer una muestra representativa de toda la poesía continental. Sabía entonces, y sé ahora, que faltan nombres, muchos nombres y nombres muy conocidos, pero — para mi propósito — sigo creyendo que cualquiera que pueda citarse entre los ausentes es equivalente a otros de los incorporados a la antología, siempre dentro de ese criterio unitario que he señalado. Sólo lamento que, por circunstancias diversas (achacables a la distancia geográfica y a las dificultades de distribución editorial), no pudiera recoger una muestra de poetas que admiro y que debían haber estado en mi antología: es el caso de Blanca Varela, peruana; de Joaquín Pasos, nicaragüense; de Rafael Cadenas, venezolano; entre otros.

FM — ¿Es posible hablar al respecto de Fablas?

JRP — En 1969, un pequeño grupo de escritores canarios entre los que me encontraba, fuímos convocados por otro poeta y narrador, Domingo Velázquez (1911), para formar parte de lo que sería el consejo de redacción de una revista que él proyectaba. Una revista que nacería de esas conversaciones iniciales con el propósito de superar las limitaciones geográficas de la insularidad, el riesgo de provincianismo que se corría al desarrollar una obra literaria dentro de aquellos parámetros, y en un ambiente intelectual hostil a cualquier experiencia de este tipo, considerada entonces, desde los poderes públicos y desde la cultura establecida, como algo sospechoso y hasta subversivo. Esa idea se materializó en una muy cuidada publicación que, con el título de Fablas, apareció regularmente (aunque ciertas dicifultades económicas obligaron a alterar su periodicidad) a lo largo de diez años, a lo que contribuyó decisivamente la tenacidad, el esfuerzo y el entusiasmo de su director y editor, Domingo Velázquez. Fablas quiso ver, desde el comienzo de su andadura pública, un lugar de encuentro para escritores españoles (de las islas y de la Península) e hispanoamericanos; quiso ser un enclave similar, en lo literario, a lo que las Islas Canarias han sido siempre, en lo geográfico y en lo cultural. Junto a textos de creación y de crítica, incorporamos diversas traducciones del inglés, del alemán, del francés…, como muestra del deseo de la revista, y del grupo, de abrirse a todas las voces, a todas las fablas. Fue una revista primordialmente poética; pero no exclusivamente poética. Incluso, en varias ocasiones, publicamos ensayos y artículos de política, de antropología, de arte… Y quisimos ser también abiertamente generosos en cuanto a lo ideológico. Y fue esto, sin duda, lo que nos mantuvo tanto tiempo: no la asepsia, sino la concurrencia de nombres e criterios. Tal vez, en la última etapa de la revista, incorporados a su consejo de redacción otros nombres con otras ideas, se pretendió someterla — creo que de manera excesiva — a los bandazos de las circunstancias históricas de la recuperación democrática española (hablo de los años 1977-1978, más o menos), y ello — a mi modo de ver — supuso un empequeñecimiento de las propuestas iniciales y, en consecuencia, una limitación grande en su difusión e interés general. La revista acabó, como suelen acabar todas las aventuras de este tipo, debido a los problemas económicos. Durante los diez años de vida, sólo contó con una pequeña subvención de una entidad bancaria insular y con el producto, exíguo, de la venta en librerías. Apenas se cubrian los gastos de edición, y la mayor aportación económica la hacía el propio editor y director de la revista. Llegó un momento en que resultaba insostenible su publicación; algunos miembros del consejo inicial nos fuimos a residir, por razones personales, fuera de las islas; el criterio uniforme que presidió su fundación y la mayor parte de su vida pública, cedió ante otras opiniones que, como digo, desvirtuaron su inicial propósito. De todas formas, vista desde hoy, aquella empresa fue algo importante, tanto en las islas como fuera de ellas, y creo yo que cuantos trabajamos para la revista es ahora cuando empezamos a considerar esa importancia que, en los años de actividad editorial, no podíamos sospechar.

FM — Dos citas: “nuestras creaciones nos juzgan” (Octavio Paz); “la estética engendra la ética, y no al contrario” (Joseph Brodsky). ¿Concuerda con ambas? ¿La belleza redimirá al mundo?

JRP — Sin duda. Nuestras creaciones somos nosotros mismos. En ellas no sólo nos manifestamos o nos confesamos, sino que con ellas quedamos a disposición de nuestros posibles lectores, y allí estos pueden confrontar las suyas con nuestras propuestas ideológicas o estéticas. Pero hay más: si la creación es realmente tal, su dimensión temporal, su mayor o menor perdurabilidad, queda como prueba de nuestras posiciones, de nuestros aciertos y errores, de nuestra lealtad o de nuestras deslealtades… Quizá de ahí provenga el temor que — llegado un determinado momento de su andadura — el escritor debe sentir (al menos, yo lo siento; y cada día más); temor que es responsabilidad ante el compromiso que supone el uso del lenguaje, la apuesta por determinadas afirmaciones, que son palabras que son ideas; pero temor que es, también, incertidumbre por desconocer el alcance de las propuestas que esa palabra, manejada con intención, pueda tener. Puedo hablarle de mi experiencia en este sentido que — curiosamente — se ajusta muy bien a su pregunta. Durante más de quince años, desde los primeros sesenta hasta 1976, mi trabajo crítico se desarrolló de una manera constante, continua e incansable. Escribía, y publicava, con una gran urgencia que hoy sólo justificaría por ser años de juventud, y por un nunca del todo vencido punto de vanidad. No hubo entonces libro que no leyera y comentara; no hubo publicación, literaria o no, donde no colaborara; no hubo acontecimiento literario sobre el que no indagara con entusiasmo y con pasión… Pero, en el fondo, yo no calculaba qué trascendencia podía tener aquel trabajo mío; ni me preocupaba tal cosa. Hasta que, poco a poco, descubría que mis propuestas empezaban a ser oídas, a ser necesarias para algunos lectores o escritores. Pero en 1976, al tiempo que España iniciaba el período de transición democrática, después de cuarenta años de régimen autoritario, me veo sorprendido por la necesidad imperiosa, surgida de no se sabe dónde, de abandonar aquella febril actividad, de considerar simples cantos de sirena cuantas voces me hablaban en sentido contrario, alabando mi trabajo y subrayando la necesidad de que mi voz se mantuviera en el concurso de la literatura española de aquellos años. Mi convencimiento, sin embargo, era que ni podía seguir diciendo las mismas cosas que hasta ese momento, ni de la misma forma que lo decía, ni siquiera entendía bien se ése debía ser mi compromiso, literario o no. Era una cuestión de posiciones intelectuales, pero — en especial — de autoanálisis sobre el lenguaje hasta ahora utilizado para manifestarlas. Inicio entonces un proceso extraño y complejo en mi trabajo (proceso aún no superado), donde se alternan los largos períodos de silencio (el primero, entre 1976 y 1980, más o menos) con etapas en las que vuelvo a la escritura crítica, y a la publicación. Pero ya sin absoluta convicción anterior, sin aquella liviana tranquilidad que hacía fácil cualquier cosa que emprendiera. Ahora escribir suponía para mí un ejercicio muy duro, lleno de dudas, de temores, y hasta presidido por una conciencia de atenazadora incapacidad. Desde esos años hasta hoy he reflexionado mucho sobre esta situación, y he indagado serenamente sobre el porqué de encontrarme en tan compleja encrucijada. Por una parte, reconozco que actúa en mi ánimo una rigurosa exigencia que me hace renunciar a repetir fórmulas, esquemas y actitudes acomodaticias (que era lo conseguido hasta entonces: unas fórmulas prácticas, unos esquemas fijos que era fácil aplicar en cualquier circunstancia), y que me obliga a escribir con la conciencia del riesgo, con la conciencia de que esas obras me juzgan y me comprometen en una apuesta que, no sé si acertada o no, entiendo que me supera, que no soy capaz de asumir en su totalidad. Me obliga, también, a entender que el lenguaje, la forma, la estética, es un compromiso ético: que ya no soy parte de un juego, sino que — en cada caso, en cada propuesta crítica que hago — dejo una parte fundamental de mí mismo, con la pretensión de que pueda servir a los demás. No pienso — ingenuamente — que la belleza pueda redimir al mundo caótico que nos ha tocado vivir en este fin de siglo; pero sí estoy convencido de que a quienes hemos optado por la creación artística o literaria se nos debe exigir — por encima de toda otra cosa — entregarnos a ella, convertirnos a ella, y en ella asentar un compromiso moral, puesto que con ideas, opiniones, imaginación, pero también con construcciones verbales (o plásticas) que justifican a las primeras (y a nosotros en ellas), nos entregamos a los otros, en un verdadero acto de comunión. No evito, sino que subrayo, el matiz religioso de los términos que uso, porque estoy convencido de que aquel escritor que no sea capaz de aceptar, con todas sus consecuencias, tal conversión, no podrá ser nunca un verdadero escritor.

[1989]

[Jorge Rodríguez Padrón (Islas Canarias, 1943). Crítico de literatura, ensaísta, autor de inúmeras obras sobre poesia e poetas hispano-americanos.]

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