sábado, 2 de agosto de 2014

IVAN JUNQUEIRA | El orden secreto de la poesía



FM Trasgredir el lenguaje significa postular un universo verbal capaz de fundamentar otro lenguaje. Pasión (entrega vertiginosa), y también crítica de la realidad (ejercicio permanente de lucidez), la poesía ambiciona el lenguaje que integre hombre y mundo. ¿Te sientes, como Blake y Girondo, el creador de un lenguaje? ¿Qué ambiciona tu poesía?

IJ Pienso que, en cierto sentido, cualquier poeta auténtico, por menor que sea, siempre crea un lenguaje aunque no lo trasgreda, o, mejor dicho, no trasgreda el sistema de la lengua. Y cabe aquí una observación de José Guilherme Merquior a la que siempre recurro en los casos en que la trasgresión de ese lenguaje conduce sólo al metaludismo, como ocurre, por ejemplo, con la poesía concreta. Dice Merquior, com mucha argucia y lucidez, que “la literatura, a diferencia de las otras artes, tiene por materia prima no una realidad a la cual, eventualmente, se le preste un sentido simbólico […] sino una realidad que ya es, en sí misma, un sistema simbólico: el lenguaje”. Ese mismo atolladero fue denunciado por Antônio Houaiss cuando, al comentar los riesgos de la aventura concretista, señaló que los integrantes de esa corriente habían reducido la palabra a un “signo cadavéricamente lingüístico”, pues lo despojaron de toda su carga semántica y, lo que es peor, de todas sus articulaciones contextuales dentro del discurso. Cuando un poeta como Dylan Thomas, por ejemplo, se rebela contra el lenguaje convencional, cumple observar que no lo hace con el objetivo de destruir el sistema de la lengua inglesa, sino sólo de trasgredir el lenguaje siempre que ese sistema, por su rigidez y pasividad, pone en riesgo el vigor y la legitimidad de la expresión poética. En suma, Thomas en ningún momento destruye la lengua: simplemente intenta trascender los límites racionales del sistema lingüístico. De ahí, tal vez, el hermetismo de su retórica, que no constituye ningún manierismo, como llegaron a suponer algunos, sino una necesidad expresiva. Y eso fue lo que hicieron todos los grandes poetas, sobre todo aquellos a los que Pound llama “inventores”, aunque ese concepto implique un verdadero séquito de contradicciones. Por otra parte, cabe registrar aquí que no se puede, a cada instante, intentar una reinvención de la lengua. Al analizar las propuestas “revolucionarias” de Milton en relación con la lengua inglesa, Eliot situó con mucha lucidez ese problema. Dice él en De poesía y poetas: “Si cada generación de poetas asumiera el compromiso de actualizar la dicción poética en relación con la lengua hablada, la poesía fracasaría en lo que se refiere a uno de sus más importantes deberes. Pues la poesía debería no sólo ayudar a purificar la lengua de la época, sino también evitar que ella se transforme muy rápidamente: una evolución demasiado rápida de la lengua podría constituir una evolución en el sentido de un gradual deterioro, y ése es el riesgo que corremos hoy en día”. A pesar de todas esas salvedades y reservas, que juzgo del todo adecuadas, considero que mi poesía, por lo menos hasta donde modestamente lo pretendí, instaura un lenguaje nuevo, nuevo porque es mío, porque se valió de las experiencias y de las conquistas de todos los que me antecedieron. Por eso es que, al contrario de lo que postula Pound, no basta make it new: es preciso también, en cierta medida, “make it old”, pues no hay modernidad si no se recurre a la lección del pasado. Recuerdo aquí, inclusive, que ese afán de originalidad que atormenta a nuestros poetas jóvenes fue algo que nació con el romanticismo, como consecuencia de aquel “yo” a menudo psicótico a cuyo cultivo se entregaron todos los poetas de la época. Y ni preciso recordar que, en la época de Virgilio, lo que ocurría era justamente lo opuesto, o sea, la busca de una lengua común que atendiera a las exigencias impuestas por la madurez no sólo de una lengua sino también de una cultura y una civilización: la romana. Es ese afán por lo nuevo (lo nuevo que, al volverse nuevo, comienza a envejecer) el que domina la lastimosa mayoría de los jóvenes poetas brasileños, los cuales se transforman en frutos encogidos y raquíticos de una vanguardia que, por encima de todo, es autofágica y epigonal. Si poetas como Bandeira, Drummond o Dante Milano son los más altos de nuestra literatura, corresponde decir aquí que sólo ostentan esa condición porque, aparte de su talento personal, fueron poéticamente los más cultos. A propósito, no sé de ningún gran poeta de cualquier lengua que no fuera poéticamente culto, o sea, que no conociera a fondo sus oficios y los secretos de su idioma. En cuanto a qué ambiciona mi poesía, sólo digo que la entiendo como la más venturosa y enigmática forma de conocimiento que me fue dado encontrar. Y digo eso porque, al principio de mi formación intelectual, intenté aprehender ese mismo conocimiento a través de la ciencia y de la filosofía, que se revelaron caducas y contingentes en cuanto al conocimiento que intenté obtener, o sea, un conocimiento que jamás podría asimilarse dentro de los límites del discurso lógico o del entendimiento racional. De ahí que abandoné por la mitad los cursos de medicina y de filosofía que inicié. Solamente el lenguaje metalógico y mágico de la poesía puede integrar al hombre en el mundo. Y eso es lo que pretendo como poeta.

FM En un valioso estudio sobre Borges, el crítico Guillermo Sucre traza un paralelo entre lo que llama literatura expresiva (“supone la coherencia de un mundo ya dado y el poder, también previo, de traducirlo en palabras”) y literatura alusiva (“se interna por un camino oblicuo: si afirma algo es interrogando”). ¿La literatura debe buscar la expresión o la alusión?

IJ No sé exactamente qué debe buscar la literatura, si la “expresión” o la “alusión”. Hasta cierto punto, tenemos que convenir que, desde el punto de vista artístico, todo es expresado. La distinción de Guillermo Sucre me parece algo tautológica e incluso académica, ya que, aunque no lo supongamos, hay siempre “la coherencia de un mundo ya dado y el poder, también previo, de traducirlo en palabras”. Y tanto esa coherencia como ese poder de traducir son independientes de nosotros. Ellos simplemente existen, sea en latencia, sea en acto. La realidad no necesita de nosotros. Pero entiendo lo que Sucre quiso decir, y seguramente con “literatura expresiva” no pretendió referirse a ninguna tendencia expresionista, pues ésta implicaría, no una simple traducción, sino una deformación de la realidad. Entendida así la distinción, debo decir que mi poesía siempre tendió a la alusión, como ocurre en cualquier método mítico de producción literaria o de aprehensión de la realidad. Si examinamos toda la poesía que escribí de 1956 a 1985 con un mínimo de detención y argucia, llegaremos a la conclusión cabal de lo que arriba afirmé. En A rainha arcaica (1980), que recoge selectivamente todo lo que hasta entonces escribí, ese “camino oblicuo” de decir las cosas se patentiza en el uso insistente de los paréntesis, lo que fue muy bien observado por Gilberto Mendonça Teles en el prólogo. Es como si fuera una tercera voz que se entromete, siempre oblicua, entre lo que yo digo y lo que dice mi doble. Y esa voz con frecuencia interroga, pues es ella la que, cartesianamente o no, instaura el principio de la duda, poco importa aquí si sistemática o metódica. Ya en O grifo (1987) el tono afirmativo domina la pulsación dubitativa, pero no por eso mi discurso renuncia a aquel hábito oblicuo y, consecuentemente, al comportamiento alusivo. De ahí que un crítico, Nogueira Moutinho, haya afirmado cierta vez que yo no tallaba grabados, sino dibujaba fusains[1] destinados antes a sugerir que a afirmar. Prefiero siempre esa vía oblicua, que llamaría incluso socrática, por juzgar que la realidad que nos cerca es siempre movediza y reticente, con frecuencia hasta ilusoria, de tal modo que no corresponde al artista comprometerse con afirmaciones definitivas o concluyentes respecto a esto o aquello. Y debo decir que mi procedimiento debe mucho a lo que, en mi fase de formación, aprendí en los fragmentos de Heráclito de Éfeso, en una época en que la filosofía no había sido aún contaminada por el concepto. En ese sentido, dentro del ámbito del paralelismo trazado por Sucre, entiendo el lenguaje poético como permanente alusión, como forma oblicua de comprender una realidad que nunca se da por entero, y que, aun transparente, es también oblicua.

FM En una entrevista que hice al crítico español Jorge Rodríguez Padrón, él destaca que uno de los aspectos esenciales de la crítica es alertar sobre los límites a que puede haber llegado determinada producción literaria. “Territorio de comunión, de encuentro y de reconocimiento común”, así concluye Padrón sus reflexiones. ¿Cuál le parece la tarea básica de la crítica literaria? ¿Para qué sirve la crítica?

IJ La crítica literaria, al menos como la entiendo, es una forma de creación paralela. Si no lo fuera, no será crítica, sino simple ejercicio de vivisección cadavérica. Es en ese sentido en el que la crítica universitaria se convierte a menudo en un desastre, y, con frecuencia, en pedantería erudita. Si disponemos de un mínimo aparato exegético es posible, por ejemplo, desmontar cualquier poema pieza por pieza, como se desmonta el mecanismo de un reloj. ¿Pero de qué sirve todo eso, si, al hacerlo, estamos destruyendo todas las misteriosas articulaciones de que vive y se lumina ese mismo poema? La tarea básica de la crítica es menos judicativa que empática. De ahí mi repulsa a la crítica llamada hermenéutica, que, en su furor analítico, no consigue ir más allá de la franja de las palabras. Siempre que puedo, además, alerto a nuestros críticos sobre esa forma arrogante de insania, esto es, la de querer interponerse entre el lector y la obra. Y al respecto recuerdo al gran Dámaso Alonso cuando advierte: “Que nada se interponga entre el lector y la obra!” La crítica debe ser un acto de empatía y comprensión, pues, caso contrario, jamás podremos entender cómo se escribió una poesía que no es la nuestra. Y nada supera el placer de alcanzar ese nivel de entendimiento, sobre todo cuando mayores son las diferencias entre nuestra propia obra y la ajena. En consecuencia, digo que la crítica sirve justamente para consolidar aquel “territorio de comunión, de encuentro y de reconocimiento común” al que se refiere Padrón. Es preciso terminar, de una vez por todas, con esa falsa y lamentable noción de que la crítica debe demoler lo que supuestamente no sirve, justamente porque lo que no sirve, si no sirve, ya está previamente demolido. Es evidente que la función de la crítica no se resume a la judicatura hermenéutica de lo que es bueno o de los que es malo, y conviene aquí recordar que, en materia de gusto estético, las apreciaciones varían mucho de un lector a otro, y, lo que es más grave, de un crítico a otro crítico. Con todo, esto no quiere decir que el crítico debe eximirse en cuanto a la denuncia de los llamados fraudes literarios o de ciertas glorias que se edifican a la sombra vaya a saber de qué juicios subjetivos o efímeras circunstancias. En ese sentido adhiero a un crítico como Wilson Martins cuando embiste contra el éxito literario de escritores como Jorge Amado o contra el alcance filosófico de “pensadores” como Alceu Amoroso Lima, dos monstruosos equívocos de nuestra literatura. La crítica sirve para despertar el interés del lector por esta o aquella obra, pero nunca para inducirlo a compartir la opinión del crítico. El lector es partícipe de la creación literaria, y solamente su esfuerzo, aliado a su imaginación, podrá llevarlo a disfrutar plenamente del texto que está leyendo. Por eso, un crítico de la envergadura de Franklin de Oliveira alude siempre a lo que llama “estética de la lectura”. En suma, el crítico, cuando mucho, podrá prestar una vaga consultoría en lo que se refiere a aquel plaisir du texte de que tanto nos habla Roland Barthes. Y ese mismo crítico, por más agudo y seductor que sea, no tiene jamás el derecho de arruinar el placer del lector.

FM ¿Que diálogo secreto mantiene tu poesía con la de Eliot, Baudelaire y Dylan Thomas, teniendo en cuenta la intimidad prolongada por tu notable ejercicio de traducción de estos poetas? En ese juego de espejos, ¿qué trazos convergentes podrían percibirse?

IJ No hay duda, por supuesto, de que con todos ellos, sobre todo con los dos primeros, se estableció un largo y provechoso diálogo secreto. Por otra parte, con Eliot y con Baudelaire, ese diálogo ya existía mucho antes de la traducción, pues los dos fueron poetas de formación y de elección. La admiración por Thomas es más tardía, y confieso aquí, sin ningún pudor, que, para la época de traducción de sus poemas, mi conocimiento de los mismos era sólo fragmentario. Pero Thomas, como Baudelaire, es la propia encarnación de lo que podríamos llamar, como lo hace el poeta y ensayista francés Pierre Emmanuel, mito del poeta moderno; de ahí además que ambos sean tan populares, a pesar de la extrema dificultad de comprensión que presentan. Thomas fue para mí un desafío mayor, pues su poesía, al contrario de la de Eliot y la de Baudelaire, implica considerables complejidades que se sitúan en el meollo de la lengua y en el nivel de la propia lectura. Los trazos convergentes, en el caso de Thomas, no son tan profundos como en los de Eliot y Baudelaire. Thomas fue un retórico genial, un heredero de Blake y de Milton, una especie de reflejo tardío de la metaphisical poetry del siglo XVII. Esa vertiente retórica dylaniana compromete un puco mi diálogo secreto con el poeta galés, pues la poesía que siempre cultivé está íntimamente ligada a una fuerte preocupación de austeridad y economía expresivas, del todo distinta de los ritmos bíblicos y de la féerie imagístico-metafórica de Thomas. Pero lo admiro justamente por eso, por haberse consagrado a una poesía que jamás practiqué. El diálogo con Eliot y con Baudelaire es mucho más íntimo, pues involucra prácticas y preocupaciones poéticas que me fueron siempre muy caras, como la intertextualidad, la música de ideas, el rigor formal y el rescate de una tradición que por poco no se perdió. Y me impresiona mucho cómo consiguieron ambos mantenerse emocionados dentro de estructuras formales tan rigurosas. Eliot y Baudelaire, tanto como Fernando Pessoa, me enseñaron como pocos ese milagro que consiste en hacer que el pensamiento se emocione y la emoción piense, exactamente como lo consiguieron Donne y otros poetas metafísicos ingleses. Y hay en ambos una preocupación espiritual que siempre me sedujo, más allá del tácito compromiso que asumieron con el carácter solemne e iniciático de la poesía, como se ve en los poemas de Hölderlin, Novalis, Jorge Guillén o Jorge Manrique. Y destaco en fin, en el arte de la traducción, otro diálogo secreto: el que se establece con la crítica, pues traducir es también una forma de criticar las poéticas que se practicaron antes de nosotros. Por causa de esa convivencia que se instaura entre quien traduce y el autor traducido, aconsejo a mis pares traducir sólo poetas con los cuales mantengan una intensa afinidad espiritual. En el caso de Eliot, por ejemplo, esa afinidad toca a menudo formas exaltadas de una intimidad casi absoluta

FM El poeta argentino Néstor Perlongher se decía perplejo por el hecho de que el Brasil contara con una notable fuente de éxtasis, como él consideraba el candomblé,[2] y que, no obstante, sus escritores produjeran una obra tan académica, tan árida. Por otro lado, Wright Mills ha dicho que “la verdadera traición de los intelectuales de Occidente se funda en la burocratización de la cultura”. Me pregunto hasta qué punto los dos aspectos se interrelacionan en lo tocante a la literatura brasileña. ¿Somos, de hecho, ajenos a esa pasión absoluta a la que me referí al principio de nuestra conversación? ¿O tenemos una tradición que viene siendo brutal y sistemáticamente deformada?

IJ Antes que nada, y ya que me pides aquí una opinión personal, debo decir que manifestaciones como el candomblé no me inducen a ningún tipo de éxtasis. Toda esa exaltación que se hace de nuestra cultura popular, además, me llena de enfado y hasta de irritación, ya que esa manera de exponer las cosas lleva al equívoco de sobrevalorar la influencia que ejercieron la cultura negra y la indígena sobre la formación de la sociedad brasileña. Es bueno recordar aquí que fuimos colonizados por europeos, aunque de la peor especie, y que nuestras raíces, como las del resto de América Latina, son europeas: portuguesas, españolas, francesas, holandesas, alemanas, inglesas. Y que fueron esas tradiciones, esas ideas y esos valores los que nos generaron, nos criaron, nos enriquecieron, hasta ser lo que hoy somos. Lo que heredamos en el ámbito cultural no nos vinos de los guaraníes ni de los africanos, sino de los europeos, comenzando por la lengua, que es portuguesa, y no sin razón toda la América hispana habla una única lengua, el castellano. Caso contrario, nosotros, los brasileños, estaríamos hablando tupí-guaraní (como llegó a pretender Oswald de Andrade) o cualquier dialecto nagô. Nuestros valores culturales son también europeos (y, más remotamente, latinos), como fueron europeas, en sus trágicos orígenes, nuestras costumbres calcadas en la transigencia y en la tolerancia. Y europea es, también, la religión que prevalece en el país. No pretendo aquí negar la influencia de la cultura negra, pero el hecho es que ella se restringe a áreas diminutas de nuestro territorio intelectual. En cuanto a la influencia indígena, prácticamente no existe. Incluir el candomblé como “notable fuente de éxtasis” es desconocer el alma de la sociedad brasileña. Por otro lado, considerar académica y árida la obra de los escritores brasileños, como hace el poeta argentino Néstor Perlongher, equivale a aprobar un examen de ignorancia en relación con todo lo que aquí se produjo. ¿Serán áridos y académicos escritores como Machado de Assis, Euclides da Cunha, Guimarães Rosa, Clarice Lispector, Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade o João Cabral de Melo Neto, por citar apenas éstos? La burocratización de la cultura ocurre en cualquier país, en mayor o en menor grado, en esta o en aquella época. No es privilegio nuestro. No creo de modo alguno que seamos ajenos a esa pasión absoluta a la que te refieres, pero hay entre nosotros algo que debe ser denunciado: somos una nación sin paidéia, una sociedad que, al considerar la cultura un lujo y su patrimonio artístico un dato sin importancia, perdió su fisonomía y comprometió su propia identidad. Hay obras fundamentales y accesibles sobre es crimen hediondo, como A morte da memória nacional, de Franklin de Oliveira, o el reciente O teatro dos vícios: trasgressão e transigência, de Emanuel Araújo, que se sumergen a fondo en nuestro pasado histórico y explican por qué somos hoy lo que somos. ¿Pero quién las lee? ¿O quién se interesa en ese trágico problema? Nuestros bienes culturales -que, en rigor, son bienes de consumo- jamás fueron preservados ni estimados. No tenemos ni siquiera hoy un proyecto de nación. Y en verdad no somos una nación sino una cubata.[3] Además de poseer una tradición muy joven, que tendría un máximo de tres siglos, y que no puede compararse con la de los países europeos, cuya cultura ya se estratificó, no hacemos más que vilipendiar esa misma tradición, que sólo podría florecer si estuviera bien cuidada y bien nutrida. Es a esta situación a la que atribuyo nuestra carencia de éxtasis. Una nación que no cuida de su infancia (y, consecuentemente, de su futuro) no puede meditar grandezas. Tal vez ni siquiera sus propias miserias. Somos un país que nunca oyó hablar de aquel hombre al que se refería Pico de la Mirándola en su Oratio de homminis dignitate: “No te hice celeste ni terrestre, mortal o inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, descubras tu propia forma…”. Por supuesto que, en esas circunstancias, nuestros escritores corren realmente un serio riesgo de volverse áridos y académicos, pero no porque sean incapaces de extasiarse ante el candomblé.

FM Hablemos un poco sobre Oswald de Andrade. Aclamado por el concretismo como su precursor, tú te refieres a él como “un autor cuya importancia nos parece hoy extremadamente controvertible”. ¿Qué contradicciones encontramos al evaluar hoy la influencia del mito Oswald de Andrade en nuestra literatura?

IJ No creo que Oswald de Andrade haya alcanzado el estatus de mito en nuestra literatura. Su condición, a mi ver, es más bien modesta y subalterna. No niego las influencias que sin duda ejerció, no sobre nuestra literatura como un todo, pero sí en determinado momento de la poesía modernista, sobre todo a través de la técnica de la fragmentación del discurso o del énfasis en los aspectos visuales del verso y de las imágenes. Eso se explica en parte porque, en la época del movimiento modernista brasileño, el cine comienza a ser reconocido como arte, el séptimo arte, y se aceleran los procesos de comunicación en los medios de comunicación de masas. Todas las actividades que involucraban la palabra y la imagen, además, ganaban velocidad y concisión. Era la época de la síncopa, del espasmo, del corte. Y Oswald trasplantó ejemplarmente esas técnicas no sólo a la poesía, sino también -y tal vez con mayor éxito- a la prosa. Pero su contribución al modernismo -o, más precisamente, a la modernidad- se detiene allí. Las contradicciones oswaldianas son, grosso modo, las mismas de todo el modernismo, y todo eso acaba de ser magistralmente analizado por Franklin de Oliveira en A Semana de Arte Moderna na contramão da história e outros ensaios (1993). Yo mismo intento un análisis semejante en una de las secciones, “O modernismo e seus herdeiros”, de mi próximo volumen de ensayos, O signo e a sibila, que deberá ser lanzado en agosto o septiembre de año. Oswald se arma como un revolucionario, pero no pasa de ser un pequeño burgués conservador, como al fin de cuentas casi todos sus pares. Proclama una antropofagia nacionalista que, en rigor, roza las tesis fascistas. Condena la importación de modelos que se hacía durante el parnasianismo, pero importa excrecencias estéticas del quilate de Marinetti y Tristan Tzara. Y aquí cabe este registro: Oswald jamás indicaba sus fuentes, porque, en rigor, bueno es recordarlo, no las tenía, lo que hace observar a Franklin de Oliveira: “Todo mal poeta es mal pensador”. Habla también de cierto mesianismo en la filosofía y, entre tanto, se revela casi indigente en lo que hace al conocimiento filosófico más básico. Y ésa fue, además, una de las más graves carencias del modernismo: le faltaba fundamentación filosófica, como bien observa Amadeu Amaral. Pregona una revolución que nada tiene que ver con las ansias populares y que, en el fondo, era financiada por los grandes empresarios e industriales paulistas, razón por la cual el modernismo es un movimiento esencialmente elitista y conservador. ¿Ya se te ocurrió, mi querido Floriano, la posibilidad de una Semana de Arte Moderna en Teresina? Pero Oswald de Andrade tiene por lo menos una disculpa: los que hoy lo glorifican, vaya a saber exactamente por qué, lo presentan siempre como a alguien que no fue y que ni él mismo imaginó ser. Fue un artesano habilidoso, no más, pero lo exhiben como poeta notable, lo que de ningún modo llegó a ser. Fue dramaturgo irremediablemente circunstancial y lo aclaman como precursor del moderno teatro brasileño, de ese teatro que sólo se tornó teatro con Nelson Rodrigues. Y finalmente se olvidan de lo mejor que Oswald nos legó como escritor: su prosa. Oswald, como Mário de Andrade -pero éste, además de conocimiento artístico y talento polimórfico, tenía dignidad literaria-, fue ante todo un animador, un “payaso de la burguesía”, como él mismo se llamó, un bufón bien alimentado y adinerado que la historia, a la cual ni él ni los modernistas dieron la menor importancia, habrá de reducir a las proporciones que le corresponden.

FM En un texto crítico acerca del libro O anticrítico, de Augusto de Campos, tocas apenas tangencialmente una discordancia del “ideário estético” del autor, lo que debe ser entendido como una discordancia del concretismo en sí. ¿En qué se fundamentaría, de forma más nítida, ese desacuerdo?

IJ Son muchas las objeciones que se podrían argüir contra el concretismo. Podría recordarse aquí, por ejemplo, las cuarenta y cuatro (!) objeciones que Antônio Houaiss hizo al movimiento aquella memorable noche de junio de 1956, en el plenario de la antigua sede de la Unión Nacional de los Estudiantes, en Río de Janeiro, cuando se reunieron allí, para exponer su ideario estético, los líderes concretistas de San Pablo y de Río, entre ellos los hermanos Haroldo y Augusto de Campos, Décio Pignatari, Wladimir Dias Pino, Reynaldo Jardim y Ferreira Gullar. Esas objeciones fueron publicadas en el Diário de Notícias y, cuatro años más tarde, reunidas en volumen (“Sobre poesia concreta”, en Seis poetas e um problema. 1960). Haré aquí, sin embargo, una única y fundamental objeción, que, en rigor, está contenida en aquella observación de Merquior que transcribo en la primera de mis respuestas. Al despojar el signo lingüístico de toda su carga semántico-afectiva y privarlo de sus articulaciones sintácticas dentro del discurso, es como si el concretismo renegara de la propia historia de la palabra y, lo que es peor, disolviera su concreción fonético-morfológica. Por eso, al menos para mí, no hay nada más abstracto que un poema concreto. El “signo cadavéricamente lingüístico” al que se refiere Antônio Houaiss correspondería así, si me permiten la imagen, a un organismo aislado in vitro, ya destituido de todas sus inervaciones con el contexto verbal que le da vida y, como tal, lo justifica. Los aspectos plásticos y sonoros de una palabra son sólo dos de las infinitas caras del prisma en que consiste el signo poético en la trama que ilustra su vida de relaciones; relaciones estas que son también infinitas y, con frecuencia, mágicas. Y ese mismo signo está cargado de valores semánticos, morfológicos, plástico-visuales, afectivos y fonético-musicales, valores que sólo subsisten en la medida en que subsiste el consorcio entre las palabras, problema este que fue magistralmente poetizado por Eliot en uno de los pasajes de Little Gidding, el último de sus Four Quartets, cuando escribe: “[…] Y cada frase / O sentencia de rigor (donde cada palabra se familiariza, / Asumiendo su puesto para soportar a las demás, / La palabra sin pompa o timidez, / Un natural intercambio de lo antiguo y de lo nuevo, / La palabra corriente, correcta y digna, / La palabra esencial y exacta, mas sin pedantería, / El íntegro consorcio de un baile unívoco) / Cada frase y cada sentencia son un fin y un principio, / Cada poema un epitafio”. Lo que más me intriga en los concretos es la genealogía a la que afirman que pertenecen sus precursores. De Oswald de Andrade, por ejemplo, aprovechan la fragmentación del discurso (no de la palabra) y los aspectos visuales del verso. ¡Pero Oswald no se reduce a eso! La poesía mallarmeana, que ellos tanto invocan, es, como toda gran poesía, profundamente emocionada y sintáticamente cohesionada, y lo que se observa del paideuma poundiano nada recuerda a los procedimientos concretistas, y sí a la técnica del mosaico intertextual a la que tanto recurrió Eliot, o aquí mismo, entre nosotros, Jorge de Lima, en la Invenção de Orfeu. El tan famoso Un coup de dés equivale antes, o tan solamente, a una situación límite de la poesía de Mallarmé, exactamente como lo fueron los Petits poèmes en prose, de Baudelaire, ya que esos poetas habían agotado, a lo largo de una experiencia personal intransferible, todas las posibilidades que en su época les ofrecía el verso. En su desvariado metaludismo, los concretistas desenraizaron la palabra del contexto verbal en que ésta interactúa con otra palabras para alcanzar así, y solamente así, su individualidad y, más aún, su concreción verbal. Por otro lado, el trasplante de estructura ideogramática de escritura china a nuestra lengua es lo mismo que pretender implantar el cuerno de un rinoceronte en la cabeza de una jirafa. Los concretistas incurren en esa tontería de contrariar -o incluso asesinar- la índole de la lengua, de una lengua que, lo queramos o no, sólo es nuestra por ser portuguesa. El make it new de la poesía concreta no hace ni lo nuevo ni lo viejo simplemente porque no hace nada: promueve sólo un tumulto babélico en el cual se confunden y se atropellan recursos que son específicos de otras técnicas artísticas. No es que no se puede (creo que hasta se debe) recurrir en la poesía a expedientes de otras artes (véase, a propósito de esto, cómo Eliot se valió de estructuras musicales en sus Four quartets, y lo mismo hizo Manuel Bandeira en algunos de sus poemas), pero no como lo pretenden los concretistas, o sea, como si tales expedientes fuesen propios del lenguaje poético, que tiene sus leyes y sus recursos específicos. Y en el vientre de ese reduccionismo suicida y autofágico los concretistas disolvieron el ritmo, la rima, la dicción, la metáfora y la imagen, elementos sin los cuales la poesía jamás sobrevivió como expresión literaria. La poesía concreta -y su sucedánea, la neoconcreta- se reducen sólo, como ya se dijo, a una práctica del ludismo por el ludismo, de un grafismo ideogramático que, por no ser chino -esto es, por ser practicado fuera de un contexto lingüístico y cultural que no le es propio ni legítimo-, terminó por volverse caduco y epigonal.

FM Según Adorno, el Surrealismo, al recurrir a la técnica del montaje como un principio, anularía el papel creativo del sujeto, tornándolo pasivo. Recuerdo que Huidobro rechazaba la escritura automática, afirmando: “La poesía es un desafío a la razón, pues ella es la súper-razón”. ¿Qué rasgos diferenciales podríamos observar hoy entre el Surrealismo francés y el que se ramificó por América Latina?

IJ La observación Adorno es verdadera, pero conviene ponderar que solamente se aplica a la práctica del Surrealismo en tanto imposición escolástica, en tanto estricta escritura automática, y en ese sentido tiene toda la razón Huidobro cuando afirma que la poesía es la “súper-razón”. Es eso, también lo que afirma Dylan Thomas, cuya primera poesía revela fuerte influencia surrealista, en su manifiesto poético. El Surrealismo francés, o sea, el de los discípulos de Breton, Aragon y Éluard, es un Surrealismo de escuela, de manifiesto. Ocurre que el Surrealismo siempre existió, y no sólo en la poesía. Surrealistas, por ejemplo, fueron diversos pintores flamencos, comenzando por Bosch y por los Brueghel, tanto el Joven como el Viejo. Y surrealista fue también Isidore-Lucien Ducasse, el conde de Lautréamont, en sus Chants de Maldoror. Y eso para citar apenas esos pocos ejemplos premonitorios. Claro está que el Surrealismo “de programa” se autodevoró, pero aquel que se identifica con la sumersión en los más profundos estratos del subconsciente siempre existió y continuará existiendo. Aquí mismo entre nosotros hay poetas que lo cultivaron con extrema notabilidad, como sería el caso, entre otros, de Aníbal Machado, que obtuvo resultados extraordinarios tanto en la poesía (Poemas em prosa, ABC das catástrofes y Topografia da insônia) como en la prosa, como se puede ver en “O piano”, “O desfile dos chapéus” o “Viagem aos seios de Duília”, que integran las Novelas reunidas, o en muchos de los pasajes y episodios de su novela póstuma, João Ternura. El Surrealismo, por recurrir a las realidades y manifestaciones oníricas que subyacen en el inconsciente, fue y será siempre una poderosa vertiente del pensamiento poético, pues sus imágenes pertenecen a un lenguaje metalógico, o sea, al lenguaje que es propio de la poesía. Lo que no se puede es dejar que ese flujo tenga comando autónomo, como acontece en la escritura automática, y aquí volvemos a aquella sabia observación de Huidobro. Lo que diferencia básicamente al Surrealismo francés del que se irradió por América Latina es que este último no fue programático, e incluso llego a arriesgar aquí que, en sus orígenes, se confunde a veces con el realismo mágico, que es un fenómeno literario típicamente latinoamericano. Hasta un poeta comprometido como Pablo Neruda -ese gran mal poeta, como de él dijo Juan Ramón Jiménez -, fue, en cierto sentido, profundamente surrealista, como lo fueron algunos otros. Es que esos poetas, más allá del influjo que recibieron de la literatura francesa que entonces se escribía, tuvieron un contacto muy fuerte con la literatura de su propia lengua, en particular con la poesía de García Lorca, que, digan lo que digan, jamás renunció enteramente a sus fuentes surrealistas. Y digo, por fin y al final: mientras haya incursión del subconsciente en el afán de descifrar los abismos del alma humana, habrá siempre, no un programa, pero sí una práctica surrealista que se confunde con la busca de las raíces de la propia vida.

FM En un notable discurso pronunciado en 1976, Elias Canetti caracteriza al poeta como el “guardián de las metamorfosis”. En ocasión distinta, el poeta Pablo Antonio Cuadra afirma que “una de las maneras de abordar el mito en nuestro tiempo es desmitificándolo”. ¿Qué actitud te parece que deba tomar el poeta en nuestro tiempo en el sentido de rescatar el mito? ¿Cómo devolver significado y responsabilidad a las palabras?

IJ Yo diría no sólo el “guardián de las metamorfosis” sino de las propias palabras, pues es deber de cualquier poeta velar por la integridad de la lengua. Y permíteme una vez más recurrir a lo que dice Eliot a propósito de esa cuestión cuando, en su ensayo “Johnson como crítico y poeta”, incluido en la segunda parte de De poesia y poetas, sustenta: “Pero entre las variedades de caos en las cuales hoy en día nos encontramos inmersos, una es la del caos de la lengua, en el cual ya no son visibles patrones de escritura, y donde asistimos a una creciente indiferencia por la etimología y la historia del uso de las palabras. Y precisamos constantemente acordarnos de que la supervivencia de la lengua es responsabilidad de nuestro poetas y de nuestros críticos”. Entiendo la afirmación de Canetti como una exigencia de que los poetas estén atentos a las transformaciones de su época, pues sólo así podrán cumplir aquella atribución poética que ostenta toda gran poesía. En cuanto a desmitificar el mito, es casi imposible no hacerlo teniendo en cuenta que los mitos fueron creados en épocas cuyas imposiciones no eran las de hoy, pero no creo que la durabilidad de esos mismos mitos esté necesariamente comprometida por esa revisión, que es apenas una señal de los tiempos, una especie de corrección histórica. En la medida en que la historia es gradualmente descifrada, algunos mitos tienden a perder importancia y trascendencia. ¿Pero cómo desmitificar un mito como el de Sísifo, cuyo significado nos remite al eterno absurdo en que se debate hasta hoy la conducta humana? ¿Cómo desacralizar los cuentos de hadas, si en ellos reside una verdad que ninguna psicología o psicoanálisis será capaz de amenazar? El mito, la leyenda, el cuento de hadas lidian con esa materia que es irreductible al proceso de la razón, y no veo ningún mal en esa irreductibilidad, ya que no podemos identificarla con ninguna especie de irracionalismo. Se trataría, antes, según creo, de un problema de lenguaje y de arquetipos ancestrales que no pueden ser olvidados, sobre todo porque ya se infiltraron de una forma de conocimiento colectivo de la realidad. Como cierta vez dijo Chesterton, el misterio es la salud del espíritu, y no podemos enfermarnos como Voltaire, que, al negar la existencia del misterio, se comportó sólo como un deplorable perezoso. Y esa observación no es mía sino de Baudelaire, en uno de los fragmentos de Mon coeur mis à nu. Y así me extraño de que algunos poetas jóvenes me acusen de racionalista, justamente yo que siempre afronté esa ola racionalista que pretende reducir al hombre, como cierta vez escribí en las Três meditações da corda lírica, “al grado de ángulo, a lugar geométrico”. Es en ese sentido que nosotros, poetas, debemos rescatar el mito, pues sólo así será posible captar la magia de la palabra en tanto signo poético; esto es, irreductible a cualquier forma de lógica o a ese juguete moderno llamado computadora, cuya burrez llega a causar estupor y a través del cual una horda de imbéciles juzga poder descifrar los misterios que se remontan a la propia esencia y origen del hombre.

FM Por último, me gustaría tu opinión acerca de una afirmación de Octavio Paz de que “las formas poéticas modernas son demasiado escritas”, y de que la tarea mayor de la poesía moderna es “reconquistar el terreno perdido que abandonó la prosa”.

IJ Me parece que la afirmación de Octavio Paz se destina sólo a la mala poesía discursiva que todavía hoy se escribe y que, infelizmente, florece en proporciones casi inimaginables. Y esa poesía, por supuesto, cedió terreno a la prosa. Todas las formas poéticas, y no sólo las modernas, fueron siempre “demasiado escritas”, a veces hasta demasiado bien escritas, lo que no se debe confundir aquí con ninguna especie de beletrismo. Pero tiene razón el poeta y ensayista mejicano cuando advierte sobre el deterioro de ciertas virtudes plásticas y musicales que sólo el signo poético ostenta, como si esas virtudes, por olvidadas, estuviesen desmintiendo aquella tarea que Mallarmé encomendaba a los poetas, o sea, la de purifier les mots de la tribu. La afirmación de Paz es, no obstante, peligrosa, pues si es mal comprendida, podría llevar a los poetas en período de formación a la práctica de ciertos expedientes que, por no ser específicos del arte poético, corren el riesgo de recibir en sus manos un tratamiento desastroso. La poesía es finalmente una escritura, una secuencia de signos que se constelan, vuelvo a decirlo, en los términos de un lenguaje metalógico que nada tiene que ver con la lógica analítica que yace implícita en el discurso de la prosa. Y es en la medida en que ese lenguaje se descaracteriza como vehículo de concisión y magia verbales que la poesía parece tornarse “demasiado escrita”. Por mi parte, aunque siempre operando dentro del sistema de la lengua y del lenguaje que ella instrumenta, busco siempre austeridad e incluso avaricia, una vez que, inclusive en altos textos poéticos, hay siempre el riesgo de la contaminación por la prosa. Pero si la poesía renunciara un día a su condición de código escrito, que los críticos la desliguen de de lo que entendemos por fenómeno literario y creen otra categoría capaz de absorberla como manifestación del espíritu. Tal vez una categoría que, como tantas otras, no signifique nada. ¿Quién sabe si en una de ésas la da la abstracción metalúdica en que se debate y agoniza el concretismo?

[1994]

IVAN JUNQUEIRA (Brasil, 1934-2014)

Os mortos. Edição particular. Rio de Janeiro. 1964. / Três meditações na corda lírica. Lós. Rio de Janeiro. 1977. / A rainha arcaica. Editora Nova Fronteira. Rio de Janeiro. 1980. / Cinco movimentos. Gastão de Holanda Editor. Rio de Janeiro. 1982. / O grifo. Editora Nova Fronteira. Rio de Janeiro. 1987. / A sagração dos ossos. Editora Civilização Brasileira. Rio de Janeiro. 1994. / Poemas reunidos. Editora Record. Rio de Janeiro. 1999.

[Escritura conquistada. Conversaciones con poetas de Latinoamérica. 2 tomos. Caracas: Fundación Editorial El Perro y La Rana. 2010.]


[1] Dibujos al carbón. [N.T.]
[2] Religión de origen africano, hoy representada por distintas sectas, en cuya liturgia original se sincretizan elementos africanos, europeos e indígenas (espiritismo, magia negra, etc.). [N.T.]
[3] Choza hecha con hojas, habitación de ciertos pueblos africanos. [N.T.]

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