FM Cuando tenías diecisiete años participaste de una encuesta organizada
por Raúl Gustavo Aguirre para la revista Poesía Buenos Aires, sobre las relaciones
posibles entre poesía y vida personal. Decías allí: “Tal vez algún día deba agradecer
a mis padres su crimen de lesa poesía”. Décadas más tarde todavía recordabas la
máxima de Tzara, “la poesía es una manera de vivir”. ¿Quién es el poeta Rodolfo
Alonso?
RA Me gustaría muchísimo llegar
a saber, no sólo quién soy, sino en realidad quién es ése que desde hace tanto tiempo
se cubre con mi nombre. Después de todo, quizá por eso me descubrí escribiendo,
o siendo escrito, desde los tiempos de mi temprana adolescencia, precisamente aquel
momento de cada vida en que (como bien se ve por lo que citas) los torbellinos internos
y/o externos comienzan a inquietarnos, a cuestionarnos, a asediarnos, definitivamente
quebrada la supuesta edad de oro de la niñez. Porque si he sentido siempre, más
visceral que intelectualmente, que soy un devenir,
una corriente o la rama que lleva la corriente, un río que fluye o el río que me
fluye, también tengo cierta inquietante certeza de que lo que seguimos llamando
(como si nada hubiera pasado, ¡hoy!) poesía es una experiencia. O sea “una manera de vivir”, como nos dejó espléndida,
indeleblemente grabado en la piel, junto con la cicatrices del alma y de la historia,
incluso desde aquellos tiempos iniciales de revelación e incertidumbre, el sintomático
Tristan Tzara.
FM En una entrevista con el nicaragüense
Julio Valle-Castillo, él habla de un carácter elitista, excluyente, del artista
(“Si algo es antidemocrático es la condición de artista, la naturalesza de artista”.)
Recuerdo la máxima de Lautréamont, acerca de que la poesía debe ser hecha por
todos, y un sinnúmero de equívocos en su lectura. Me gustaría que me hablaras
un poco de tu disciplina poética.
RA A la poesía podemos aludir,
todavía, no sin envidiable omnipotencia en nuestros tiempos de miseria, como a aquella
“gloria de la lengua” que tan bien acuñó Dante en su Comedia. O también, no sólo
cronológicamente un poco más cerca de nosotros, recordar que Wallace Stevens la
vio como “la alegría (la dicha) del lenguaje”. Ese mismo lenguaje cotidiano, ancestral,
orgánico, que nos constituye y que no sólo usamos, sino que somos, en el cual sin
duda ya desde los tiempos del venerable hombre primitivo, original, podemos tratar
de decir lo más oculto, lo más íntimo, lo más individual de cada uno de nosotros
pero que, al mismo tiempo, en forma ineludible, no puede dejar de ser dicho con
un instrumento o por medio de un instrumento que es insoslayablemente social.
Después de todo, fue nada menos que Immanuel Kant
quien pudo percibir que en nuestra mismísima condición humana anidan dos tendencias
por lo menos contrapuestas: la de ser plenamente individuos y la de integrarnos
en comunidad. Porque “el conflicto es el hombre”, como bien dijo el luminoso Heráclito,
y ese tipo de tensiones, esa tensión es precisamente lo que podemos llamar nuestra
condición. Qué de extraño entonces que el arte más alto de la palabra humana incluya
al mismo tiempo la exigencia de lo más alto de la persona y lo más amplio de la
fraternidad. Yo no llamaría a eso antidemocrático sino, más bien, fraternidad exigente,
o exigencia fraternal, como gustéis. Y siento que, después de todo, lo que conmueve
a un auténtico artista es lo mismo que puede conmover a cualquier otro hombre: la
hondura y la amplitud, la rica ambigüedad de nuestro lenguaje, el lenguaje que como
nuestra mismísima condición nos permite (¿o nos obliga?) a ser al mismo tiempo persona
y especie, individuo y sociedad, espíritu e instinto.
La democracia no puede ser la masificación. Eso
parece más bien la demagogia, travestida hoy como sociedad de consumo globalizada
por los mesmerizantes medios tecnocráticos. La verdadera democracia implica el derecho
de las mayorías al mismo tiempo que el respeto por las minorías. Y no hay aristocracia
posible en cualquier oligarquía. Cada hombre lleva un sol en su frente, logró ver
D. H. Lawrence, que no era solamente el hijo de un minero pero que, también, era
el hijo de un minero. Y René Char, el hombre que fue capaz de capitanear el maquis
de Cereste enfrentándose a la peste nazi, y también autolimitarse de cualquier vanagloria
por ello supo asimismo susurrarnos: “Libertad, desigualdad, fraternidad”.
Porque “la palabra no sería deliciosa si no significase
una calidad”, ¿no es cierto, Gabriel Miró? Y el hombre que labra amorosamente el
lenguaje que es suyo y de todos, el solitario que cumple después de todo la más
significativa y necesaria función social, pudo ser nítidamente percibido por Michel
Butor, ya a comienzos de la década de los sesenta: “El poeta es aquel que tiene
conciencia de que la lengua, y con ella todas las cosas humanas, está en peligro.”
FM En un artículo tuyo sobre Ricardo
Molinari, hablas de “dos fantasmas que, a mi modesto entender, constituyen, de un
modo también visceralmente orgánico, los blasones de nuestra cultura”. ¿Quiénes
serían estos fantasmas?
RA Todo lo que puede tomar en mi boca apariencia de
opiniones no son en realidad sino vislumbres, intuiciones que pueden desmentirse
de inmediato a sí mismas, frente a cualquier nueva comprobación, en absoluto dogmas
o respuestas que se imaginen definitivas. No está en mi naturaleza proceder así.
Pero tampoco puedo eludir la tentación de compartir de inmediato los relámpagos
que me deslumbran. En la primera línea de uno de los libros fundadores de nuestra
literatura argentina, su Facundo, Sarmiento alude a la “sombra terrible” que se
propone evocar, o más bien convocar. Y en un bello texto lírico, el “Santos Vega”
de Rafael Obligado, que me emocionó ver paladear de memoria nada menos que a Juan
José Arreola, “cruza una sombra doliente / sobre la pampa argentina”. Cuando a uno
se le encarna en el hueso y en el alma la historia argentina vuelta cuerpo, hecha
cuerpo, donde el horror de la violencia y la tragedia que parecen venir desde nuestros
mismísimos hontanares se manifiesta, acaso inconscientemente, como si emergieran
en forma espontánea de sus textos, ya en los padres fundadores de la literatura
nacional, cierta aquerenciada melancolía rioplatense puede constituir, acaso, de
algún modo, supongo, la elaboración -en sentido psicoanalítico- de esos duelos.
De donde, entonces, supongo, esos dobles blasones, que intuyo, de la “sombra terrible”
y de la “sombra doliente”, latentes al mismo tiempo sobre y desde nuestra literatura.
FM En entrevista con Rubén Plaza,
afirmaste que “la poesía argentina no volvió a ser a misma después de Poesía
Buenos Aires”. Para que tal afirmación no parezca exagerada, ¿podrías fundamentar
su alcance? El momento de Poesía Buenos Aires es también el de actuación
de aquella perspectiva surrealista difundida por Aldo Pellegrini. ¿No le correspondería
a este poeta una importancia similar a la de Raúl Gustavo Aguirre, en el sentido
de una renovación de aires y conceptos de la poesía en la Argentina de aquella época?
RA Ahora que lo escucho de tus labios, y fuera de contexto,
experimento con terror la horrible sensación de ser sorprendido en pecado de soberbia,
presuntuosa y hasta acaso arrogante. Pero no era ésa en absoluto mi intención. La
perspectiva de los años vividos me permite coincidir, en esta primavera del 2000,
cuando celebramos los cincuenta años del primer número de Poesía Buenos Aires, con todos aquellos que han ido expresando después,
públicamente, esa misma sensación. Había que haber vivido por ejemplo en Buenos
Aires a comienzos de la década de los cincuenta para poder visualizar cómo, sin
habérselo propuesto, desde una publicación absolutamente independiente y dedicada
en forma exclusiva a la poesía, que sólo tiraba quinientos ejemplares, de carácter
prácticamente artesanal, y que cumplió al pie de la letra su propósito de “no devenir
institución”, se cambiaron de forma y de fondo los modos de escribir y de vivir
la poesía en la Argentina.
Con el mayor respeto por el movimiento surrealista
local, como bien dices orientado por Aldo Pellegrini, con quien hemos compartido
tantas bellas aventuras y tantos grandes amigos, fue quizás la ortodoxia de ese
movimiento sin embargo subversivamente heterodoxo la que no sólo me impidió, insisto
por respeto, aceptarme a mí mismo como surrealista, sintiéndome sin embargo tan
cercano a muchos de sus postulados y tan conmovido por su legítima leyenda, sino
que, intuyo, también influyó en las posibilidades de su irradiación. Tuvieron que
pasar algunas décadas para que figuras como Enrique Molina y Francisco Madariaga
fueran ampliando en forma naturalmente orgánica la trayectoria de sus evoluciones.
Por el contrario, los principales referentes de Poesía Buenos Aires, sin abandonar
lo esencial de sus convicciones habían ido evolucionando por su propio devenir para
alejarse de cualquier ortodoxia o dogmatismo, asumiendo en la práctica una exigente
libertad. Que, me parece algo objetivo, ha logrado milagrosamente ser atendida.
En la primavera del 2000, como dije, se ha cumplido medio siglo de la aparición
de su primer número, y eso hizo que pudiéramos comprobar (todos) que todavía se
la sigue considerando como una fuerza activa.
Si aceptamos aunque sólo sea en principio aquella
caracterización de Umberto Eco en el sentido de que “típico del movimiento de vanguardia
es la decisión provocadora, el querer ofender socialmente a las instituciones culturales
con productos que se manifiesten como inaceptables”, mientras que en cambio “lo
que caracteriza sociológicamente al arte experimental es la voluntad de hacerse
aceptar”, por supuesto que siempre dentro de un marco de profunda modificación y
cambio, bien podríamos sugerir que en un primer momento ambos grupos coincidieron
en la primera opción mientras que luego, poco a poco, Poesía Buenos Aires fue derivando natural y espontáneamente, de manera
orgánica, no programática, a la segunda. Lo que, de algún modo, explicaría quizás
la posibilidad y perduración de su influencia posterior.
FM ¿En qué resultó la experiencia
de creación de un sello editorial que llegó a producir 250 títulos? Por allí se
editó a Alfred Jarry, Oscar Wilde, Bram Stoker, Jacques Prévert, Sade, Freud, Valéry,
tantos autores. ¿Cuál fue el balance positivo de esa aventura, y qué, exactamente,
lo que la hizo inviable?
RA Para bien y para mal, y porque de alguna manera
eso está en mi naturaleza, mi editorial tuvo siempre un carácter artesanal: todas
las responsabilidades de cualquier tipo recayeron sobre mí. Así pude comprobar en
persona que el libro no era sólo un producto cultural y/o espiritual, sino también
(si es que no primordialmente) un producto industrial y cultural. La comencé imaginando
que podía llegar a mantener a mi familia haciendo lo que me gustaba. Y la suspendí,
después de haber soportado la censura y la asfixia económica de nuestra última dictadura
militar, cuando me di cuenta que los libros que a mí me gustaban no se vendían,
y que en cambio sí se vendían los que a mí no me gustaban. Hoy, no sin cierto melancólico
y hasta irónico orgullo, descubro que aquellas aventuradas ediciones se han convertido,
no sólo en mi propio país, prácticamente en un objeto de culto para las jóvenes
generaciones. Me alegro, claro, pero también me hubiera gustado que hubieran estado
allí cuando todavía la tenía en ejercicio, cuando hubieran podido ayudarme a continuarla.
Hoy, por desdicha, las cosas han cambiado de raíz, las multinacionales nos gobiernan
con su ácida dulzura y una empresa unipersonal y bohemia como fue la mía mucho me
temo que resulta inviable. Aunque por otro lado también se hace cada vez más necesaria,
por las mismas razones.
FM Hablamos de Aldo Pellegrini.
Tienes un libro preparado juntamente con él, dedicado al Surrealismo. Pellegrini
se refería al Surrealismo como a una “mística de la rebelión”, una “sistematización
del inconformismo”. ¿Qué opinas tú a este respecto?
RA Aldo Pellegrini fue desmedidamente
generoso conmigo. De él recibí
los primeros elogios para mis textos fuera de Poesía Buenos Aires. Y él me confió en plena juventud dos traducciones
que luego resultaron memorables: la primera versión al castellano de los cuatro
heterónimos de Fernando Pessoa, y también una amplia antología de Giuseppe Ungaretti.
Ya desde mis comienzos mantuve una muy afectuosa relación con el grupo de los surrealistas
argentinos (Aldo, Molina, Madariaga, Vasco, Latorre, Llinás), que fue paralela a
mi más activa colaboración con Poesía
Buenos Aires, los dos movimientos de vanguardia en la poesía argentina de los
años cincuenta.
También para mí adolescencia aquella refulgente
y contagiosa edad de oro de los primeros años de la revolución surrealista formó
parte de mis propios mitos. Pero fue justamente por respeto a la integridad de sus
convicciones éticas y estéticas, tan arduamente defendidas por Breton, que nunca
acepté ser llamado surrealista. No estaba en mi naturaleza entregarme completamente,
de fondo, a ninguna ortodoxia, así fuera (como en este caso) subversivamente heterodoxa.
Lo cual no quita que comparta muchas, la mayoría de sus banderas, y que admire profundamente
a poetas como Eluard, Char, Prévert, Desnos, Schehadé, Césaire, Daumal o la presencia
inmolada de Artaud, un hombre cuya temperatura nunca lograremos alcanzar. De alguna
manera mis opiniones sobre este tema están contenidas en mi trabajo “Vida y pasión
del Surrealismo”, incluido en mi libro No
hay escritor inocente (Librería del Plata, Buenos Aires, 1985).
FM Al escribir sobre ti, Cristina
Piña llamó la atención sobre el “curioso e injusto vacío crítico” que padece tu
obra. Naturalmente que ésta ha sido la lamentable tónica de toda la gran poesía
en la América hispana. ¿Qué recurso crees viable hoy para combatir ese vacío crítico?
RA Ante todo, creo que los dos estamos pensando no
en gacetilleros o comentaristas a sueldo sino en los grandes creadores de la crítica,
en personalidades que encaran la crítica como un género ampliamente humanista, de
vastas miras y honda exigencia. Se trata de un tipo de creadores que, mucho me temo,
hoy no son ya posibles, o por lo menos muy usuales. Los efectos deletéreos producidos
sobre nuestra vida cultural por la sociedad de consumo y del espectáculo instalada
planetariamente a través de los grandes medios audiovisuales de difusión a partir
de 1945, no sólo han logrado desacralizar el mundo sino también el lenguaje y la
escritura. Pensemos solamente que en la misma en otros tiempos fecundísima literatura
norteamericana, después de Edmund Wilson y acaso Lionel Trilling no ha aparecido
otra figura semejante o que alcance similar repercusión. Y la crítica universitaria
norteamericana no sale hoy de sus reductos, donde es archivada con objetivos meramente
burocráticos, sin alcanzar el dominio público. Algo similar ocurre en Francia (¿quién
se acerca hoy a un Valéry?) y acaso en toda Europa. ¿Qué crítico que pueda comparársele
apareció en el Viejo Continente después de Walter Benjamin?
Uno no elige la época en que le toca vivir. Pero
sí puede, y hasta diría que debe, elegir la forma en que se propone vivir y manifestarse
en su propia época. Después de todo, ya Rimbaud prefirió el silencio. Pero no estoy
seguro de que su huida al desierto, como los grandes profetas, alcanzara hoy la
misma resonancia.
FM En un notable artículo, hablas
de “una profunda mutación cultural” por la cual estaría pasando la humanidad, y
luego te refieres a una pérdida “tan acelerada como acentuada del uso del lenguaje”.
A su vez, Ernesto Sabato afirma que “llegamos a la ignorancia por medio de la razón”,
observando además que “la sacralización de la inteligencia nos empujó hasta el borde
del precipicio, y el logos, una vez dominado el mundo, en vano pretendió
responder a aquello que sólo se sustenta como enigma o como llanto”. Tú propones
una “ecología de la condición humana”. ¿Cómo aplicarla?
RA Sinceramente, no lo sé. No sé cómo podría viabilizarse.
Lo único que puedo hacer es compartir mis intuiciones, alertar a los otros. Me parece
sin duda evidente que la comprensible y valerosa reacción de los ecologistas ha
logrado, hoy, llamar la atención sobre las consecuencias deletéreas que la adicción
suicida por el poder global y la riqueza obscena ha tenido sobre la calidad de la
vida humana y de la vida de nuestro planeta, poniendo el acento en los daños geográficos,
ambientales, concretos y visibles. Pero me temo que todavía no se ha percibido la
enormidad del daño psíquico, cultural, estético y esencialmente humano que hemos
sufrido para adaptarnos a esta loca máquina globalizadora, cuyo único y delirante
objetivo es hacer más dinero del dinero, hasta el infinito. Y que, en consecuencia,
sería necesaria también una lucha ecológica a favor de la condición humana, de la
calidad humana de la vida humana. Sin abandonar en absoluto lo otro, por supuesto.
Hay un agujero de ozono pero también un abismo (si es que no un cáncer) en el espíritu.
FM Has traducido de innumerables
idiomas. Ricardo Herrera dijo cierta vez que la principal preocupación de un traductor
era hacer de su actividad “un intercambio de dones y no una hipoteca de las propias
esencias”. ¿Cómo te relacionas con ese ejercicio de la traducción?
RA Traduje desde muy joven, es verdad, con avidez y
con pasión. Ese fue mi verdadero taller, mi auténtica escuela como escritor. Y no
logro imaginar algo mejor. Adentrarse en el interior mismo de las cuestiones con
el lenguaje de un auténtico creador, y de manera muy especial cuando se lo admira
profundamente, resulta una experiencia fascinante. Uno percibe allí la apasionante
ambiguedad y riqueza de las lenguas, esa incapacidad de decirlo todo con nítida
precisión y al mismo tiempo de sugerirlo todo, de contagiarlo todo, de la cual probablemente
haya nacido la necesidad de la poesía. Me descubrí desde muy joven con algo así
como un don de lenguas, que me permitió aprender algunos idiomas sin necesidad de
estudiarlos. Probablemente el bilingüismo de mi casa, cuando era niño, me debe haber
abierto a las riquezas y a las personalidades de las lenguas del mundo, sobre todo
a las de nuestra familia latina. Y creo que también mucho de eso tiene que ver con
la poesía.
La poesía que Dante aludió como “la gloria de la
lengua”. De cada lengua. Y por lo tanto, desde un punto de vista absolutamente intraducible.
Aunque al mismo tiempo nos contagie también la irreprimible tentación de intentarlo.
Y allí comienza el incierto y exigente oficio. Que no debería ejercer aquel que
no tenga muy claro lo que dijo, hace ya varias décadas, el lúcido Paul Valéry: “El
poema - esa vacilación prolongada entre el sonido y el sentido.
FM Has sido un incansable difusor
de la poesía brasileña en la América hispana. Ya tradujiste, entre otros, a Dante
Milano, Cecília Meireles, João Cabral, Murilo Mendes. Ahora mismo estás traduciendo
varios libros de Carlos Drummond de Andrade. ¿Qué clase de diálogo se mantiene entre
el Brasil y la Argentina, en el ámbito del mercado editorial?
RA Es verdad. Mi identificación con la gran poesía
modernista brasileña ha sido muy fuerte, muy extensa, y desde muy joven. Además
del placer y el honor de traducirlos, junto con muchos otros, eso me produjo una
invalorable recompensa: la amistad de Carlos Drummond de Andrade y de Murilo Mendes,
que fueron muy generosos y gentiles conmigo. Después de todo, puede ser que esa
riqueza ya viniera en mi sangre. Mi infancia fue bilingüe, soy hijo de dos inmigrantes
gallegos, y en tiempo de los indelebles trovadores y de Alfonso el Sabio esas lenguas
eran la misma: el galaicoportugués.
Por otro lado, al asumirme dolorosa y orgullosamente
como latinoamericano, ¿cómo podría no amar al Brasil, a su identidad, a su pueblo
y a su cultura, tan ricamente mestizas, tan vitalmente contagiosas? Sería como negar
la mitad de uno mismo. Y esa evidencia viva de belleza y de vida que es la música
popular brasileña, el samba y la bossa nova,
obra de grandes músicos y poetas, me conquistó desde siempre. Soy devoto también
de Dorival Caymmi, Joao Gilberto, Baden Powell, Gal Costa, Maria Bethânia, Caetano
Veloso y tantos otros talentos sensibles y humanos.
Ahora bien, pese a mi voluntad y a mis deseos, hay
algo que no cuaja desdichadamente del todo entre nosotros, y que no se resolverá
por la vía burocrática, administrativa o geopolítica. La balcanización de nuestros
pueblos iberoamericanos no nos favorece. Y sólo podrá ser superada desde abajo,
desde la inteligencia y desde el corazón. Y eso no es hoy la especialidad de los
mercados editoriales, manipulados directamente por las grandes multinacionales de
la industria cultural Ya en un libro que publiqué en Galicia (Liturgias de una lengua) Ediciós do Castro,
Sada, A Coruña, 1989) aludía como “Contiguos dominios” a esa utopía de reunir o
al menos relacionar los universos de tres lenguas fraternas: el portugués, el brasileño
y el gallego. Sin olvidar, por supuesto, a su primo hermano el castellano, muy especialmente
con sus infinitas riquezas y variaciones hispanoamericanas.
FM Al escribir sobre Juan L. Ortiz,
el brasileño Haroldo de Campos opone la poética del argentino a “una retórica cuarentista,
resplandeciente y resonante, de sucesivos sedimentos metafóricos, dispositivo nerudiano
que terminó profundamente enraizado en la dicción poética americana”. Si pensamos
en la gran poesía escrita en la América hispana -Gerardo Deniz, Carlos Martínez
Rivas, Enrique Lihn, Carlos Germán Belli, Jorge Gaitán Durán, Alfredo Silva Estrada,
Amanda Berenguer, Pedro Shimose, José Kozer, Alberto Girri-, no veo dónde insertar
ese lugar común de la óptica del brasileño. Tal observación, en el fondo, es fruto
de un brutal desconocimiento de las reales afirmaciones estéticas de esa poesía.
¿Qué piensas sobre el asunto?
RA No me siento con ganas de polemizar
con Haroldo (¡gracias postergadas por Noigandres
1!), ni siquiera por interpósito amigo. Además, esa frase que citas debe tener un contexto
que sería necesario conocer para captar su completo sentido. De todos modos, me
parece que hace ya mucho tiempo que lo que él llama “dispositivo nerudiano”, para
bien y para mal ha dejado de ser predominante en la poesía hispanoamericana. Y que,
por desgracia, como me ha tocado comprobar, la poesía de Juan L. Ortiz no es todavía
lo suficientemente leída y conocida en nuestros países hermanos. A mí mismo, que
me tocó ser uno de aquellos jóvenes que cruzábamos en lanchones sobre el ancho río
para ir a verlo en su natural retiro de la ciudad de Paraná, todavía me cabe llevar
adentro mío la impresionante metáfora viva que era él mismo en persona, imponiéndose
acaso a su propia lectura. En nuestra primera juventud, y para algunos de nosotros,
Juan L. Ortiz representó (y en gran medida todavía sigue representando) al poeta
alejado orgánicamente de todas las miserias de la vida literaria y entregado con
todas sus potencias, con todas sus exigencias, al diálogo más profundo del lenguaje
y la naturaleza, incluidos por supuesto los hermanos hombres. Juan L. Ortiz era
el poeta que venía a mostrarnos en vivo aquello que había expresado tan bien Tristan
Tzara: “La poesía es una manera de vivir”, y que se había convertido en algo así
como en nuestra divisa. Todavía hoy, no puedo leerlo sin desprenderme de
ese impacto, inicial y perdurable. Que, por supuesto, ya no podrán experimentar
aquellos que sólo pueden conocerlo a través de su lectura.
FM En un diálogo con el venezolano
Eugenio Montejo, te refieres a la limitación del vocabulario pos-vanguardia cuando
se pretende “superar o esclarecer las ambigüedades y contradicciones que ya el concepto
de vanguardia, creado a comienzos del siglo, llevaba consigo desde entonces”. Hay
una endemia de las clasificaciones. Basta pensar en la obsesión escolástica con
que se pretende establecer una estética neobarroca en la región rioplatense. A despecho
de esa agonía clasificatoria, ¿qué te parece hoy “absolutamente moderno” (Rimbaud) en la poesía que se
hace en tu país?
RA Escapo casi orgánicamente de las definiciones. Tengo
temores, ansiedades, algunas dudas. Quizás porque no consigo ver las cosas aisladas,
de una en una, sino en perspectiva, en su contexto, que hoy imaginan globalizado.
Imaginarse ahora “absolutamente moderno”, incluso sólo pretender serlo, puede correr
el riesgo de ser considerado arcaico. Pero nunca dejó de haber una íntima, acaso
honda relación entre la bienaventurada poesía moderna y el pensamiento del hombre
primitivo, original. Así como la hubo entre el arte moderno y el gran arte negro.
Como casi todas las cosas del planeta, la poesía ha sido hoy completamente desacralizada.
Y si ese pudo ser acaso el objetivo de las vanguardias de comienzos del siglo XX,
seguramente no lo fue en el sentido actual. No creo por ejemplo que la fuente-mingitorio
de Duchamp tenga la misma longitud de onda y la misma orientación de sentido que
tantas “instalaciones” en frío y tanto supuesto “arte conceptual” hoy extrañamente
asumido como neo-academicismo, casi siempre de carácter oficial y con sponsors multinacionales que nada tienen
que ver, ciertamente, por ejemplo con Lorenzo de Medicis. Después de todo, ya en
el siglo XVI, Francis Bacon podía decir que “La verdad surge más fácilmente del
error que de la confusión”. Y sobre todo del error que es errar, errante. En lo
profundo, en lo visceral, cuando nos quedamos a solas y se acallan los ruidos y
se apagan las luminarias, Rimbaud sigue en cuestión, y cuestionándonos.
[2000]
RODOLFO ALONSO (Argentina, 1934)
Salud o nada. Trayectoria. Buenos Aires. 1954. / Buenos vientos. Poesía Buenos Aires. Buenos
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de Fernand Verhesen). Le Cormier. Bruselas. 1961. / Entre dientes. Fondo de Escritores Asociados. Buenos Aires. 1963. /
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1981. / Alrededores. Centro Editor de
América Latina. Buenos Aires. 1983. / Jazmín
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Ediciós do Castro. Sada. España. 1992. / 70 poemas de 35 años. Ediciones de la Aguja. Buenos Aires. 1993. / Lengua viva. La Hoja Murmurante. Toluca.
México. 1994. / Música concreta. Plus
Ultra. Buenos Aires. 1994. / Poemas. Golpe
de Dados. Bogotá. 1995. / Antología poética.
Fondo Nacional de las Artes. Buenos Aires. 1996. / Elle, soudain (traducción de Fernand Verhesen, con la colaboración de
Roger Munier y Jean A. Mazoyer). L’Harmattan. París. 1999.
[Escritura conquistada. Conversaciones con poetas de Latinoamérica. 2 tomos. Caracas: Fundación Editorial El Perro y La Rana. 2010.]
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